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El poder de la ficción

El poder de la ficciónIMDb

Estos días de finales de invierno, miles de espectadores están acudiendo a las salas de cine para ver el biopic de James Mangold sobre los primeros años de la carrera musical de Bob Dylan, sobre el periodo de apenas cuatro años que se extiende desde su llegada a Nueva York en 1961 hasta su célebre concierto eléctrico de Newport en 1965. La película no ha sido premiada en la ceremonia anual de Hollywood, no ha recibido ningún Oscar en ninguna de las categorías en que estaba nominada y, sin embargo, esa circunstancia no parece haberle afectado en absoluto, pues el interés del tema, la atracción que ejerce la vida de Dylan en los millones de seguidores que tiene en todo el mundo, es suficiente motivo para que la cinta siga en cartelera, para que su éxito de público esté asegurado.

Sería injusto atribuir esa buena acogida a una única razón, explicarla recordando sin más la relevancia del personaje. Y es que, más allá de ese hecho, que se ha dado ya en otros muchos biopics anteriores en el tiempo, A complete unknown brilla también por su guion, por su ambientación y, sobre todo, por la gran actuación de su protagonista, Timothée Chalamet, que no sólo interpreta a Dylan, sino que toca y canta la mayoría de los temas incluidos en la banda sonora. Chalamet se mete hasta tal punto en su papel, que consigue algo muy difícil en estos casos, en estas películas con un referente vivo tan conocido, tan omnipresente, logra que el espectador se olvide del joven actor y vea a Dylan en la pantalla.

No era precisamente una labor fácil. Y no me refiero sólo a la de Chalamet, sino a la de la película en su conjunto. La trayectoria del músico de Minnesota ha sido tratada en varios documentales como Don´t look back, de D.A. Pennebaker, o No direction home, de Martin Scorsese, y también en el biopic artístico I´m not there, dirigido por Todd Haynes. En todas esas obras, el acercamiento a la figura de Dylan ha sido intensa e interesante, estética y viva, en ellas se nota la ambición del planteamiento y las ganas de recoger en la medida de lo posible la complejidad de un artista como él.

Sí, todos esos precedentes suponían una dificultad de partida, un desafío enorme para Mangold y su equipo de colaboradores. Por un lado, había que recrear el Greenvich Village y otros exteriores neoyorquinos y estadounidenses de los primeros años sesenta; por otro, había que colocar al Dylan ficticio en esos espacios, echarlo a andar por sus calles, hacerle hablar e interactuar con sus contemporáneos, hacerle fumar y moverse en habitaciones y locales, subirlo a los escenarios y ponerlo a tocar y a cantar, y todo ello sin la ayuda de las imágenes reales, sin el apoyo del elemento gráfico, fotográfico, audiovisual y documental que tantas cosas resuelve en el ámbito de la construcción de este tipo de trabajos cinematográficos.

He ahí la clave, la grandeza de A complete unknown. Me refiero a que ahora el reto ya no estribaba en seleccionar y recopilar un buen material, montarlo con talento y audacia, darle forma y estructura respaldándolo más tarde con la propia música de Dylan, con la voz y la letra de Dylan. No, ahora se trataba de otra cosa. Ahora lo excitante era volver a entonces, al invierno de 1961, regresar al pasado y llevar en ese viaje a los espectadores, conducirlos al momento concreto y revivirlo desde ese punto, desde ese instante, hasta el verano de 1965. Ahora el arte, la gracia, consistía en recrear con imaginación las situaciones y las escenas, cubrir los huecos, llenar los vacíos de la historia, unir los cabos sueltos, levantar puentes imaginarios entre hechos verídicos.

Y, claro, eso sólo lo puede conseguir la ficción. Ese es el cometido, el territorio, la virtud, la inmensidad de la ficción. Allí donde no llegan los hechos documentados, los testimonios personales, las imágenes de archivo, los periódicos ni los manuales de Historia, llega la ficción. Allí donde, por limitaciones obvias, ya no puede llegar nada ni nadie real, llega la ficción. Es ella la que nos permite saber lo que ocurrió día a día, hora a hora, minuto a minuto; es ella quien tiene la última palabra; es ella quien, gracias a su misma esencia, a su capacidad fabuladora intrínseca, a su creatividad, inventa lo que falta, el resto del relato, para que nosotros lo conozcamos.

Algo parecido afirma el autor noruego Karl Ove Knausgård en su breve ensayo La importancia de la novela. Dice que “la novela” (léase aquí la ficción) “ve el mundo desde dentro y lo deja abierto”. Dice que “da voz a esa experiencia, que así consigue un lugar, y que ese lugar no existe en ningún otro sitio, sólo existe en la novela”. Dice que “la misión de la novela es encontrar el camino hacia ese lugar”.

Eso es lo que ocurre en el gran biopic de James Mangold. Como sigue diciendo Knausgård en relación con esa modalidad de ficción, “es como si nos encontráramos dentro de la historia antes de que se convierta en historia”. Sucede que nos sentamos con emoción en la fila de butacas de cualquier cine y, cuando ya se han apagado todas las luces, cuando se oye de fondo la balada de Woody Guthrie, cuando Timothée Chalamet se baja del taxi en una calle de Manhattan y empieza a andar despacio por ella, nosotros también estamos allí.

El autor es escritor