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Julio Caro Baroja: memoria de un sabio

Julio Caro Baroja: memoria de un sabioIñaki Mendizabal Elordi.

Anda revuelta en mi memoria la pomada social que ha ilustrado recientemente nuestra comunidad y nuestra memoria colectiva. Me refiero a los protagonistas que en su indiscutible condición de autores materiales han fraguado nuestra prestigiosa cultura. Su talento, prevenido contra el divismo, es un firme afán que trata de materializar el rigor y el conocimiento. No es difícil buscar en la producción cultural un autor que nos ayude a no perder las señas de identidad como pueblo navarro y, en gran parte, como pueblo vasco, porque es perentorio para nuestra cultura contar con uno, dos o más autores que hayan dado realce a nuestra comunidad, para que no caigan en el olvido. Me centraré en don Julio Caro Baroja, nacido en 1914, en Madrid, y fallecido en 1995, a los 80 años, en Bera de Bidasoa. Entre sus muchos méritos cabe destacar que fue catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, profesor durante dos breves periodos, uno en la Universidad de Coímbra y otro en la Universidad del País Vasco, miembro de Real Academia de la Lengua Vasca, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1983 y Premio Príncipe de Viana de la Cultura en 1989.

Si bien pude conocer brevemente a Julio Caro Baroja en una conferencia que impartió en el centro Psicosocial de Pamplona, en la que entre la audiencia se encontraba Jorge Oteiza, el oriotarra que vivió afincado en Alzuza, fue, sin embargo, un año más tarde, a principio de los años ochenta, con ocasión de una magistral conferencia que Julio Caro Baroja dio en el Hospital Psiquiátrico de Pamplona, cuando tuve la oportunidad de conocerle personalmente y de haber gozado de su amable trato en su caserón de Itzea, en Bera de Bidasoa. La legendaria casa está situada a la salida de la localidad, donde comienza el ascenso al collado de Ibardin. Recuerdo su casa como un museo lleno de vida, un viejo caserío que consta de tres niveles, con cubierta a cuatro aguas, que fue levantado en la segunda mitad del siglo XVII. Itzea es, sin duda, un auténtico refugio cargado de historia, de muchísimos libros y de recuerdos de sus numerosos viajes. Me mostró la casa con todo detalle y mimo: la interminable biblioteca, los cuadros de su tío Ricardo y la habitación de su tío abuelo, el escritor donostiarra Pío Baroja, que mantenía intacta.

Don Julio Caro Baroja fue un antropólogo, historiador, lingüista, folclorista y ensayista, un sabio conocido por su interés por la cultura, la sociedad y la historia vasca, un intelectual de cuerpo entero. Ha sido, sin duda, una de las figuras capitales de la cultura española y vasca del siglo XX. Lo llenaba todo con su carisma, su personalidad y sus continuas conferencias. Lo mismo hablaba de las brujas, de los vascos que del cristianismo, el paganismo, la hechicería, los judíos o de la Conjuración de Catilina. Su peculiar forma de hablar, su presencia física más bien frágil, su timidez, su inalterable serenidad, su sinceridad y su irresistible fuerza expresiva, le conferían un gran poder de comunicación. Era de esas pocas personas a las que daba gusto escuchar. Sus buenas y afables maneras en el trato, su pasión intelectual, su tenaz e incansable laboriosidad, su sentido del humor, su alejamiento de la fama, su modestia, su singular talante crítico y liberal, y su carácter irónico y socarrón, fueron sus indudables y más sobresalientes atractivos personales. También tenía carácter como demostró cuando respondió, no precisamente con un elegante silencio, sino con gruesas palabras, a Francisco Umbral por la crítica literaria que éste había hecho de su tío Pío Baroja.

Su inmensa obra, entre la que cabe destacar Las brujas y su mundo, Los judíos en la España moderna y contemporánea y Ser o no ser vasco, en el que aborda cuestiones como la identidad, el territorio natural, la lengua propia, las costumbres y la actual situación de polimorfismo o identidad dinámica de los vascos. Toda su obra muestra la riqueza de su excelsa labor, que además de copiosa, es muy rigurosa, y representa el legado de un de un investigador de altura, cuyo deseo quizá era ser un sabio. Y sin duda lo consiguió, aunque me temo que él nunca lo supo, pues era demasiado modesto.

En fin, a empujones de voluntad literaria, como un Sísifo de andar por casa, finalizo este tenue perfil de un escéptico que no podía soportar ni los tópicos ni los dogmas, un ácrata solitario que vivía con la única certeza de que somos mortales, en un mundo en el que la incertidumbre forma parte de la vida humana, un intelectual que residió en Navarra y que ha sido protagonista del empuje y esplendor de una comunidad que pretende mirar al futuro.

El autor es médico psiquiatra