Confían los tr(u)mposos del clan tecnofílico en crear una basta y sutil red que bajo apariencia de liberalidad nos tenga atrapados per se objetiva, subjetiva e intersubjetivamente. Ciencismo, que, como se sabe, es la ideología que se encuentra tras el impulso de la ciencia, y automatización, en su aplicación tecnológica, van de la mano en la escatológica promesa del por-venir, viniendo a ser el núcleo duro de dicha sistémica retículo-circuital iniciada bajo la futurista denominación de cibernética. Esta, para Paul Chauchard, médico antiabortista y filósofo cristiano de mediados del siglo pasado, en su obra –siguiendo la estela bergsoniana– de La evolución creativa, forma parte indisoluble de la entidad fusionada de pertenencia cuerpo-alma en que consiste el individuo basada en automatismos innatos y aprendidos entre los que cuenta tan afamado concepto, puesto que en el autor: “Esta cibernética que conduce a veces erróneamente a una confusión de lo vivo con lo inanimado, por una aberración contraria a su mismo espíritu, encierra por otra parte el secreto de la unificación de las visiones cósmicas del físico y del biólogo; ella es quien proporcionará la base matemática de la noción de organización, de su estructuración, de orden, lo que ella designan en su rama de telecomunicaciones, la medida de la información cuyas resonancias filosóficas veremos más adelante.” Toda una metafísica pegada al número, que no deja de ser tanto una ciencia como un lenguaje de vida natural y artificial.

Es por lo tanto, nuevamente, la escondida trampa del lenguaje, aquella en la que caemos ahora bajo promesa de un solucionismo totalizador; la absoluta seguridad que tiene como necesaria e imprescindible víctima propiciatoria al sirénido canto de la libertad del que hablaba Jon Elster. Esto lo conocen todos aquellos que gobiernan los ámbitos de nuestras vidas económicas, laborales, académicas, de precaria subsistencia y generalizada ignorancia, bajo la religión subordinada al formalizado matema y a un guarismo endiosado que debería tener por finalidad enderezar la así denominada “racionalidad imperfecta”, aquélla consciente de su pertenencia al conocimiento basado en la propia debilidad. (Yuk Hui sugiere al respecto, como la adicción a videojuegos e internet forma parte del conjunto de patologías que hace del sentirnos cómodos un medio para la inadaptabilidad fuera de dicho entorno).

Viene a ser ciertamente curioso, en subjetiva apreciación, cómo estos amantes del control cibernético lo son a la vez de la nada oriental (budista, confuciana o taoísta), del kantismo occidental, como plantilla del deber-ser, y de la fórmula existencialista, garante de la tradición de unos y otros, de quien debiera haber sido heredero de la fenomenología hursseliana, de la filosofía última, Heidegger, conciliando el absolutismo artificial con el romanticismo natural. En mi opinión, no obstante, traicionando a todos ellos en su implicación. Así, por ejemplo, como cuando Yuk Hui adelanta que el programa oculto de tan amabilizada artificialidad es la creación de las condiciones adecuadas para su automatizada permanencia e implementación que, en lenguaje propio, pasa por ser contingente y recursivo.

Para ello, el filósofo chino, continuador en parte de la obra de Stiegler y, por ende, de Simondon, formula como: “Contrariamente a la automatización considerada como una forma de repetición, la recursión es una automatización entendida como la génesis de la capacidad de autoafirmación y autorrealización del algoritmo”. Su, diríamos, autonomización. El proyecto, tal vez, de un maquinismo basado en la absoluta certeza en una infalibilidad que algún día pueda incluso prescindir del hombre, como éste último lo hiciera en su día de Dios y de los dioses así como de su principio creacional. Ahora bien, para que esto se haga realidad, parece imprescindible que el sistema así creado sea capaz de reconocer sus propios errores y equivocaciones con el fin de corregir y ampliar, en movimiento y direccionalidad, la apropiación de un nuevo conocimiento.

En tal sentido, el matemático Fausto Ongay sugiere que a las nueve musas conocidas de la antigüedad clásica habría de sumarse Mathema, como guía del conocimiento racional y estructurado. Para su propuesta el matemático argumenta ser patrona de una ciencia que es a la vez un arte, es decir, una técnica. La que ha acompañado al hombre prácticamente desde sus orígenes, puesto que tal y como sugiere Achille Mbembe, en el contraste entre técnicas animistas pasadas y progresistas actuales, lo que debieran tener en común es el ser utensilios para la vida: “Su rol y el objeto es, de hecho, aumentar su potencia de energía y, al hacerlo, ayudar a los seres humanos a contarse, a completarse, a aumentar sus fuerzas y establecer un puente entre su propia restauración y la del mundo”.

Luego vendrá un conciso resumen del cómo lo han hecho desde sus inicios hasta el día de hoy así como la prospectiva de lo que ya se adivina venir desde que la sincronizada homologación del mundo trata de una sola tradición: la generada en la Europa ilustrada con la ciencia puesta al servicio de la técnica y de la industria mercantil y militar como su núcleo duro. Para ello se ha hecho necesario, en dicho autor, el automatizado procesamiento masivo de datos que ayude a pre-determinar la causística del modelo a aplicar siempre basado en la intensificación de “nuestras relaciones con los objetos y las relaciones reflexivas con uno mismo, esos ecosistemas  que  contribuyen al viejo proyecto de matematización de lo real que se encuentra en el fundamento de la ciencia moderna  (prefigurando) el advenimiento de una nueva forma de poder, el poder mutante”. Y decir mutante es aquí, entiendo, equivalente a no evolutivo o accidentalmente transformador.

El autor es escritor