Cada equinoccio de primavera se levantaba la persiana del balón de la casa Oteiza, ahora museo, situada en la falda del monte San Miguel, Eguseibar, encaramada entre los barrancos Andazclai y Aezueta. Sabíamos así que habia regresado de su periplo oceánico invernal, y se reintegraban a la montaña baska. Era tiempo de trajinar por la carretera de Altzuza, acercarnos a su milenaria Iglesia de San Esteban, para recibir a los amigos que nos venían y nosotros esperábamos. Itzir, la del cabello de plata y sonrisa amable, Jorge el del ánimo vigoroso. Tras abrazarnos para calmar la ausencia de meses, nos dirigimos a la casa que la brisa primaveral refrescaba, aliviando la vejez de sus piedras primordiales. Entonces oímos un violento tiroteo que desagarró el silencio sacramental de la tarde. Nos alarmamos y mas cuando de la maleza irrumpió un jan jabalí. Era un macho joven y robusto, de formidables colmillos marfileños que, al alcanzar al asfalto, lo raspó con sus pezuñas de acero, desorientado y desesperado en su huida. Sus pequeños pero perspicaces ojos se fijaron en nosotros. Me entró el pánico por los mayores del grupo y mis hijos pequeños. Nos miramos con horror ante la amenaza cierta de que el animal embistiera, con desconcierto de lo que debíamos hacer. Oteiza, con voz grave y autoritaria, ordenó nuestra conducta.

–Quietos–comandó y estiró lentamente su bastón poniéndolo cual escudo delante de los niños. Nos quedamos clavados en la carretera y la mirada anhelante en el animal apenas distanciado dos metros del nosotros. Ni respiramos hasta que el jabalí, y los tiros seguían resonando, desvió su atención y emprendió veloz carrera de salvación hacia la parte norte de la maleza, desapareciendo de nuestra vida, rebajando sus resuello a medida que se alejaba en la espesura. En silencio caminos hasta el banco frente a la casa de más de tres siglos que era suya, y donde habría de estar una fuente y un roble. Oteiza habló, quizá para devolvernos el ánimo, quizá para perfilar el instante que habíamos vivido y sobrevivido. Quizás necesitaba explicar sus ardientes pensamientos, apurados por la situación crítica. Fue relatando sobre su escultura como un vacío desocupado, en el que la masa desaparece... como un jabalí que ocupó nuestro espacio, pero ya no estaba.

Habló, lo hacía siempre y más en aquella hora en que rezó, de la Virgen de Arantzazu y de su vientre vacío, del hijo sagrado tendido a sus pies, colgada en la pared del santuario con su diseño de púas, tal como convenía al nombre del lugar elegido por la madre de Dios para convocar paz entre los baskos. De los catorce apóstoles, que no doce, sino catorce, recalcaba convencido, y eso es lo que nos une en comunidad a los doce principiantes, y que culminaban una fachada rompedora en el arte arquitectónico de nuestro tiempo y nuestro país. De Arantzazu, a donde fuimos todos, fuimos todo, regresamos a Altzuza, de monte a monte de nuestra geografía, y fue discurriendo de la salvación que procuramos al animal de ser abatido y que no lo fue, de la su agresión que no ocurrió gracias a nuestra inmovilidad. No nos vio como enemigos, sino como u conjunto que le resguardó de su muerte. Desocupó el espacio.

Caía la tarde en Eguesibar y el hombre de los ojos azules y penetrantes, calló. No agotado, que eso no sabía lo que era, sino porque había dicho cuanto quería decir. Itziar, la de los cabellos de plata y la sonrisa amable, nos empujó hacia su morada equinoccial y nos ofreció café para recobrar fuerzas, y discurrimos por el salón donde su obra yacía en desorden. Las esculturas que sus manos y su mente prodigiosas realizaban para crear el vacío. Señaló una y y la tocó con su dedo prodigioso y la escultura de hierro rojo le respondió, moviéndose. Oteiza se dirigió a los niños advirtiendo que estábamos escuchando el latido del corazón de Manuel Irujo. El que empujó y sigue empujando a este pueblo a seguir su camino. Habíamos presenciado como la vida triunfa sobre la muerte, testigos fuimos de que la eternidad se consigue corriendo hacia la maleza para desviar el acoso. Euskadi es una creación de todos y resulta también una desocupación del espacio, no sabemos de fronteras, conocemos que una vez un hombre y una mujer con el vientre lleno se perpetuaron en esta geografía de montaña y mar, y decidieron hacerla suya por los siglos de los siglos y de una forma: hablando euskera.

El corazón de Manuel Irujo latió entonces y sigue latiendo, movimiento continuo, invencible. Y Oteiza fue colmando el espacio, recordando un viaje de evasión desde mi pequeña nada a la gran nada del cielo en la que penetraba, para escaparme, con deseo de salvación y nos acerca de algún modo a uno de estos 3 caminos de salvación espiritual que son la filosofía, la religión y el arte... Es ahora que puedo asociar y explicarme estos dos recuerdos. Relacionar mi contemplación del cielo lejano desde el fondo de mi agujero en la arena de la playa, con la fabricación del pequeño vacío, espiritualmente respirable y liberador, del agujero, al alcance de mi mano, en la piedra.

Acabó el equinoccio de aquella primavera, concluyó el solsticio de verano y se bajó la persiana del balcón y nos sentimos vacíos sin Oteiza.

La autora es bibliotecaria y escritora