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Tribunas

Al Valle de Basaburua

Al Valle de BasaburuaCedida

Cansado de que nadie se acerque a su persona con el debido respeto y la seriedad que amerita, quiero hacer algunas puntualizaciones sobre la figura de nuestro abuelo Francisco Javier Iturbide Amezqueta al conocer que en Jauntsarats le han colocado una placa.

Sorprende, y mucho, enterarse que hasta hace cinco semanas no supieran por esos lares dónde vivió el médico pamplonés que ejerció en el valle durante catorce años en compañía de su numerosa familia y habiendo nacido allí cinco de sus ocho hijos.

Él tuvo la suerte de pertenecer a una familia que creía en la educación y pudo costeársela. Era consciente de ello y no malgastó el tiempo. Se licenció en medicina y cirugía en la Universidad Central de Madrid teniendo, entre otros, como profesor a Santiago Ramón y Cajal. El amor por su país tampoco puede cuestionarse ya que desde los inicios de Eusko Ikaskuntza se le puede ver como socio y asistente a los primeros congresos que se celebraron. ¡Tiempos aquellos de confraternidad!

Es en Aintzoain donde empezó a ejercer la medicina. Aquellos inicios fueron duros porque le tocó, como al resto de sus colegas, enfrentarse a la pandemia de gripe del 18 en una situación de emergencia donde la asistencia se vio completamente desbordada. Aquella abnegación por la dedicación empleada le hizo merecedor de una mención especial de la Diputación. Según contaba nuestra abuela Otilia, en el exilio de Caracas, se desvivía por sus pacientes de tal manera que cuando salía de casa a visitarlos, al principio en caballo o en bici y más tarde en automóvil, nunca sabía cuándo regresaría. Le reprochaba el poco tiempo que dedicaba a su hogar. Con él entró la radio al valle, que también disfrutaba el maestro las tardes de los sábados, así como de la prensa y las revistas que recibía. Poco le importaba estar señalado por no acudir a la iglesia y no consumir alcohol alguno. Era un abstemio convencido y así advertía a los suyos del riesgo del alcoholismo que tanto daño causaba entonces.

Tan pronto como se sublevaron en julio del 36 fueron a buscarlo al pueblo a raíz de las denuncias hechas desde Iruñea y el valle. Fue entonces donde pudo comprobar la pasta de la que estaban hechos algunos. El alcalde T. Azpiroz, dócil a las órdenes recibidas, por evitar disgustos a los suyos, encomendó al secretario T. Lazcoz que acompañara al abuelo hasta la salida de Jauntsarats, siendo testigo del trato que le dieron. Liberado a los días volvió a casa, pero le cogieron cariño y de nuevo fue apresado para ser llevado a la cárcel del colegio de los Escolapios, donde desconocemos la duración de su encierro. Por entonces ya habían asesinado y hecho desparecer al esposo de su hermana Eva. Y como no hay dos sin tres, el 22 de diciembre fue nuevamente detenido, en esa ocasión todos pudieron ver con que violencia entraron en su hogar.

Nadie lo impidió, nadie lo protegió. No fue el único porque con él detuvieron en Igoa al maestro Nemesio Delgado y en Beruete a Asensio Ochotorena. Estando en la cárcel, la Delegación Regional de Requetés de Navarra pidió su destitución por ser de izquierda y fue obligado a firmar la renuncia de su plaza con lo que ello trajo consigo para la familia, que en pocas semanas tuvo que abandonar el pueblo. Para el 8 de febrero de 1937 el alcalde publicaba la vacante de la plaza afirmando que la dimisión había sido voluntaria. Tan pronto como fue liberado esa primavera, viendo de qué eran capaces, malvendió el coche y gracias a su amigo Guillermo Frías pudo ponerse a salvo en Francia. Y en breve, cruzando por Cataluña, se pasó al lado republicano para en octubre ponerse a las órdenes del director del Hospital Militar de Valencia en calidad de teniente médico. La mayor parte de la guerra la pasó en el Hospital de Sangre de Godella atendiendo el pabellón de los heridos del bando nacional. Sí, el Gobierno de la República contempló asistir también al enemigo. Él fue uno de los médicos que hasta su detención permaneció con sus pacientes cuando todos huyeron en desbandada al caer la República. No es cierto que la guerra finalizara aquel 1 de abril de 1939. Francisco, al igual que su hijo mayor, Javier, tuvo por delante un largo periplo carcelario y de trabajos forzosos. Debían redimir sus culpas. Cuando por fin pudo regresar con su familia lo hizo muy tocado y con la prohibición de volver a ejercer la medicina. En casa se recuerda la respuesta que le dio el entonces presidente del Colegio de Médicos cuando solicitó trabajo para poder siquiera subsistir: “si quieres trabajo, pídeselo a los tuyos que están en Francia”. Trato similar recibió su hermano Cristino cuando intentó recuperar su trabajo y solo le mostraron la puerta hacia el exilio.

Nuestro abuelo pudo haberse vestido una txapela roja, pudo haber levantado el brazo como le aconsejaron, pero fue coherente y fiel a sus ideas. No dobló el espinazo ante aquellos bárbaros. Por ello, aprovecho este espacio para agradecer a Ángel García-Sanz por el respeto y el cariño que tuvo cuando se

acercó a mi madre y su hermana a la hora de entrevistarlas en 2001. ¡Callaron tanto! Y al ayuntamiento del valle le recuerdo que 89 años después hacer un homenaje es jugar con ventaja porque ya no hay hijos que puedan contar qué ocurrió, cómo lo vivieron y cuál fue la nula defensa que de su médico hicieron los vecinos. Y para quienes hayan escuchado que allí actuó la Falange, como se ha difundido en una entrevista en la radio del valle, deberían saber que todo el peso de las delaciones, detenciones y represión de esos días corrió a cargo de los carlistas y su brazo armado del requeté. Un mínimo de rigor hace falta, sino así cualquiera reescribe y moldea la historia.

Espero que estas líneas ayuden a dispar la niebla que se instaló hace tantas décadas y tras la que tan cómodos se han resguardado y auto exonerado algunos.