Síguenos en redes sociales:

Tribunas

La paz no vendrá desde arriba, ni desde fuera

La paz no vendrá desde arriba, ni desde fueraEP

Otra guerra, otro ciclo de violencia, otro intento de mediación. Y otra vez la misma pregunta sin respuesta: ¿cuándo terminará el conflicto entre Israel y Palestina? Durante décadas, los análisis han girado en torno a los líderes –Netanyahu, Hamás, Abbas– y a los fallos de la comunidad internacional. Pero tal vez estamos mirando en la dirección equivocada. ¿Y si el conflicto no se sostiene solo desde el poder? ¿Y si lo hace también desde abajo, desde la normalización social de una ocupación que ya no escandaliza? Hay preguntas que incomodan, pero que son necesarias. Y es hora de empezar a hacerlas.

Reducir el conflicto israelí-palestino a la figura de Benjamin Netanyahu es un error cómodo, pero falso. Su larga permanencia en el poder –pese a los procesos judiciales, los escándalos de corrupción y las sucesivas ofensivas militares– no se explica únicamente por el oportunismo político ni por la fragmentación del Parlamento israelí. Se explica, sobre todo, por una sociedad que ha hecho del miedo, la seguridad y la excepcionalidad permanente una identidad nacional. Netanyahu no ha impuesto su proyecto por la fuerza. Ha sido elegido, una y otra vez, por una ciudadanía mayoritariamente convencida de que la ocupación es un mal necesario, de que los palestinos representan una amenaza existencial y de que toda propuesta de paz auténtica implica una cesión inaceptable. Su legitimidad no nace del vacío: es producto de una narrativa política profundamente arraigada.

A esa narrativa se suma una estrategia ideológica aún más peligrosa: la fusión intencionada entre el Estado de Israel y el pueblo judío, que busca blindar al primero ante cualquier crítica. Bajo este marco, cualquier cuestionamiento al gobierno israelí, sus políticas o su sistema de ocupación puede ser presentado como un ataque antisemita. Se ha creado así un escudo moral que desactiva el debate político legítimo y deslegitima cualquier forma de disidencia. Pero lamento decir que ese discurso ya no funciona. Está obsoleto, desgastado y carece de sentido frente a una realidad tan brutalmente visible. Confundir la defensa de los derechos humanos con odio étnico no solo es intelectualmente deshonesto: es moralmente insostenible.

Israel, que durante décadas ha hecho gala de ser una democracia avanzada en medio de un entorno inestable, debe asumir que ese compromiso democrático implica también una responsabilidad moral. No basta con votar: hace falta construir paz, reconocer al otro y rendir cuentas. Si de verdad quiere sostener esa imagen de país libre, fuerte y democrático, debe ser quien tome la iniciativa en un proceso de reconciliación real. Porque el que tiene instituciones sólidas, justicia independiente, prensa crítica y poder político efectivo, también tiene la obligación de usar todo eso para crear un futuro compartido, no sólo para mantener una hegemonía desigual. La comunidad internacional, por su parte, debe dejar de tratar la paz como una ingeniería diplomática de urgencia. No se trata solamente de negociar altos el fuego o abrir corredores humanitarios, un proyecto de pacificación supone apostar por un proceso pedagógico de largo plazo: uno que eduque en el reconocimiento, en la memoria compartida, en el desmantelamiento del odio como base política. Porque reconciliar no es conceder. Es transformar. Y eso no puede exigirse a quienes viven bajo ocupación o asedio: debe empezar por quienes tienen el poder de terminarlo. 

La paz no llegará firmada en una mesa en Washington ni decretada por una resolución en Nueva York. La paz empezará –si alguna vez lo hace– el día que la sociedad israelí deje de ver la ocupación como inevitable, y empiece a verla como inaceptable. No basta con esperar un cambio de gobierno, ni con señalar a líderes como Netanyahu como únicos responsables. El verdadero giro debe venir desde dentro: desde una ciudadanía que se mire al espejo y cuestione el relato sobre el que se ha construido su poder. No se trata de negar la historia, ni de ignorar los traumas que arrastra el pueblo judío. Pero tampoco se puede seguir usándolos para justificar la negación sistemática de otro pueblo. La seguridad no puede ser sinónimo de supremacía. Israel tiene hoy la fuerza para imponer su presente. Pero sólo tendrá legitimidad si decide construir un futuro. Y eso no empieza con más fuerza militar, ni con más muros, ni con más silencios. Empieza con la valentía de asumir que el poder también puede usarse para ceder, para reparar y para reconciliar.