La cultura es una parte fundamental en cualquier sociedad. Su vivencia es reconocible en la literatura, la pintura o la música, sin olvidarnos de la cultura expresada en las maneras de ser, de pensar o de comportarse la colectividad; valores y creencias compartidas reflejados en costumbres, leyes, idiomas; los estilos de vida colectiva que evolucionan a lo largo del tiempo.

En un mundo cada vez más globalizado, la diversidad cultural enriquece nuestras experiencias con quienes provienen de contextos distintos al nuestro. Pero sin olvidar que la cultura es utilizada con frecuencia para justificar la exclusión de otros grupos y para fomentar la xenofobia y el miedo al diferente. Cada embate de supremacismo cultural es un ejercicio de violencia colectiva que trata de borrar la identidad de otra nación. Los imperialismos detestan la unidad en la diversidad como un valor. De esto último sabemos mucho por estos lares.

La cultura juega igualmente un papel fundamental en la construcción de nuestra identidad individual, además de hacerlo en nuestra faceta social. No solamente moldea nuestra forma de ser colectiva como seres sociales que somos. Es una herramienta de transformación interior, de pensar y actuar, de sentir y de madurar. Ambas facetas nos llevan a preguntarnos, desde los albores de la existencia, por el sentido de la vida y las llamadas preguntas fundamentales que el ser humano anhela conocer, siempre orientado a la trascendencia con mil maneras culturales de expresarlo.

Junto a todo lo anterior, resulta peligroso el poder de la cultura en este tiempo tan líquido en cuanto a referencias éticas y solidarias. Recordemos los relatos del profesor Edward B. Westermann sobre no pocos mandamases nazis que gustaban de la cultura musical mientras masacraban. Ellos obligaron, al menos en Auschwitz y Belzec, a organizar orquestas de prisioneros para su entretenimiento dominical en medio del exterminio, acompañando el llanto de los asesinados en la cámara de gas del campo con los sones de la música clásica. O las violaciones perpetradas en manada mientras los violadores nazis cantaban una pieza sentimental de Robert Schumann.

Lo realmente culto es que lleguemos a ser capaces de interiorizar los elementos positivos de la cultura en la que uno vive, sin renunciar a empaparse de lo mejor de otras culturas. Al final, es una cuestión de actitud, y no de utilidad o de cantidad de saberes acumulados.

Lo digo porque, cuando vienen mal dadas, hay personas que se refugian en la cultura como el último reducto para soportar las embestidas de la vida. En realidad, la cultura de cada persona depende de cómo la viva y se empape de ella, si lo toma como un medio para profundizar y crecer como ser humano, o como un fin en sí misma.

¿Qué nos identifica como pueblo? ¿Qué valores nos identifican? No es suficiente tener respuesta para estas preguntas ante la globalización consumista que distorsiona tantos valores culturales para convertidos en antivalor. Las vanguardias neocapitalistas tratan de estimular la educación tecnócrata consumista de elementos irrelevantes y adormecedores que eviten la conciencia crítica de los individuos, de cada persona, contra los abusos políticos o de cualquier otro tipo de poder. Y no es suficiente tampoco ante la perplejidad que causa ver a nacionalistas irredentos criticar cualquier cultura nacional que no sea la suya, denostando los nacionalismos. Debemos insistir en la educación personal que sume actitudes y vivencias humanizadas desde uno mismo, para participar también de una cultura colectiva: la nuestra y la inoculada por ese consumismo que se ha colado en buena parte del planeta.

Se trata, pues, de entender la cultura como un proceso de conocer y transformarse, de comprensión y asimilación, de compartir y denunciar. Es estética y es ética. La idiosincrasia cultural de un pueblo se construye desde la sensibilidad de sus conciudadanos; y lo hace de igual modo desde realidades superfluas y vacías capaces de moldear nuestra identidad. No lo olvidemos.

Los extremos no suelen funcionar: modelos culturales donde la individualidad es valorada por encima de todo, o los en que el grupo es considerado un absoluto. Lo recuerdo porque esto afecta a la forma de tomar decisiones personales y políticas a la hora de interactuar con los demás. 

En definitiva, las creencias y prácticas culturales pueden ser utilizadas para justificar la discriminación y la opresión, y para luchar por la igualdad y la justicia. Sirven para crecer y compartir mejor y para alienarnos. Eso de tener cultura o ser culto es un arma de doble filo, depende del uso que le demos.