La nueva glebalia propuesta anteriormente en base al pensamiento, entre otros, de Achille Wbembe –deudor a su vez del de Édouard Glissant y de su concepto Todo-Mundo–, surge como respuesta a ese intento monopolizador de la inteligencia humana en que se sustenta la eufemística, contradictoria, denominación de Inteligencia Artificial. Esta brota de la propuesta de un nuevo pacto con la Tierra implicando nuevas servidumbres para la comunidad que haya de surgir gestionadas por la política. Pero si hemos de hablar de inteligencia, bien pudiera convenir nos retrajésemos a estadios anteriores, incluso, del momento de surgimiento de la humanidad como tal. Hipótesis que adelanta Hans Jonas en una sugerente propuesta en torno a la teoría del organismo y la excepcionalidad surgida a una con la irrupción del fenómeno de la vida, primero, y de lo humano, después, sobre nuestro planeta.
De este totum revolutum en que se ha convertido hablar de diferentes inteligencias, solo cabe deducir que lo realmente ajustado a verdad es el no saber, aun a día de hoy, realmente en qué pueda consistir, salvo, eso sí, a través de sus efectos. Los del ser humano ya tiene nombre para toda una recién iniciada era, la antropocénica. Y a modo paroxístico, de demoledora epifanía, el de un horizonte de desaparición que algunos pretenden eludir migrando, si fuera menester, hacia otro lugar, otro planeta y galaxia tan solo al alcance o bien de los mayoritariamente muy necesitados o de los minoritariamente potentados. Pauperización y ostentación yendo de la mano en una dinámica polarizada que ya Jonas en su día recogiera entre la fundamental del ser y no ser, aquella de la percepción y de la actuación y, finalmente, la del saber y del poder. La que ha llevado al poder a engendros como Trump, Meloni, Milei, etcétera, en las hasta hace poco respetadas y no tan temidas –su punto débil, al decir de todos ellos– democracias parlamentarias.
Por cierto, nada nuevo en el primero de los mencionados, puesto que todo Imperio requiere de un gran déspota en el desempeño de sus funciones. El filósofo francés Marcel Gauchet lo recoge de la siguiente manera: “El verdadero rey es rey de reyes, según la obsesiva fórmula de los titulares imperiales. En otros términos, en la dominación se da la perspectiva latente de una dominación universal, de la unificación última del mundo conocido bajo la férula del más poderoso entre los poderosos”.
Las ideologías del tecnoimperio que desempeñan, algunos como el último a trompicones, no pueden ser otra cosa que materialistas, ya que necesitan de la materia de esas tierras raras en todo el mundo, para su desarrollo e implementación. Son facilitadoras de una economía corporativa en manos de los tecnooligarcas del hoy que en buena medida fueran también los del más reciente pasado. Cambian las materias puestas al servicio de la ambición, pero no tanto las ambiciones de quienes monopolizan su gestión, pues éstas últimas siguen continuando con las mismas sistémicas de carácter económico y consecuencias geopolíticas. Y requieren para ello, sólo en parte, Constituciones que amparen y primen los derechos individuales frente a los comunitarios, sustentadas históricamente en declaraciones como las de la Independencia de Estados Unidos y la revolucionaria francesa de los derechos del ser humano (al decir de Hans Jonas), enajenadamente interpretadas como el derecho que algunos tienen en función de sus muchos (de-) méritos sobre todos y todo los y lo demás.
Esta nueva servidumbre que lucha contra los excesos de los últimos, los poderosos unidos por el pacto entre la hegemónica élite tradicional y la emergente tecno-oligárquica, en su encuentro con el poder absoluto y total, conlleva la subordinada acomodación al imperativo categórico de una ecología general, donde el espíritu de la ancestral deidad habrá de transmigrar desde la incorpórea realidad meta-tangible al mundo corporizado en ese organismo viviente que es la Tierra, en evitación de la irremediable caída en la tramposa reducción probabilística de una mera cuantificación cuyo punto de partida y llegada no habrá de ir más lejos que la del cero como zona con la que juega hacer realidad el mundo de la política-ficción. Lo que ya consiguiera plasmar el hecho cosmogónico de haber encarnado una inteligencia, interrogándonos sobre su utilidad tras su epigenésica irrupción en lo matérico-espiritual.
Debido a ello, continuando con las reflexiones de Hans Jonas, habremos de ser conscientes de que tal encuentro con lo Absoluto que algunos pretenden llevar a cabo no puede consistir en ser sino aproximativa simulación, si no ya mera destrucción, puesto que: “Poder absoluto y total significa un poder que no está limitado por nada, ni siquiera por la existencia de algo otro en general, algo fuera de él mismo y distinto de él. Porque la mera existencia de algo otro representaría ya una limitación, y el poder único debería aniquilarlo para conservar su carácter absoluto. Entonces el poder absoluto, en su soledad, no tendría ningún objeto sobre el que pueda ejercer su efecto, pero como poder sin objeto, un poder es impotente y se anula a sí mismo. Omni equivale aquí a cero”.
Lo que nos deja en el camino, por tanto, otro mero autoritario proyecto de dominación, al que deberemos enfrentarnos, y una visión bastante empobrecida de lo que realmente debiera significar la dialéctica democrática donde el otro y los otros tienen su lugar natural a estar en plena e inalienable posesión de su propia opinión y personalidad.
La democracia consiste, primero, en el marco de relaciones con el otro, que algunos pretenden transmutar en mero tratamiento con la posesión de lo otro, incluidos el objeto animado y el humanizado animal, ambas simulaciones de la inteligencia y el sentimiento que en buena medida no son los propiamente suyos. El primero al tratarse de un producto de su cultura, mientras el segundo compensa carencias propias del individuo a través de una imitación inaugurada a una con en esa pérdida del estado salvaje tras su domesticación. Por lo que ante la constatación, siquiera intuida, de lo que se nos pueda avecinar, tan sólo el enriquecimiento espiritual y cultural –a pesar de su banalización última como producto del ocio y el espectáculo, puede erigirse como última barrera de una resistencia ya del todo imprescindible para la propia supervivencia. De lo contrario, deberíamos caer en la cuenta de que tras el aparente progreso de imperativo tecnocrático se esconde una, ahora sí, ininteligible y ostentosa pauperación.
El autor es escritor