El Universo no surgió ex nihilo, sino de un acto carnal que puso en marcha un proceso que, según los físicos, pasó sucesivamente por varias etapas: radiante, cuántica, hadrónica, leptónica y cosmogénica. Seguramente estas cinco fases tienen un correlato sexual con el modelo propuesto por los sexólogos, esto es, el deseo, la excitación, el acmé, el orgasmo y la procreación respectivamente.

Al principio solo existía el Caos, que en la mitología griega era la antigua diosa que representaba el desorden primordial, un vacío o abismo informe e inexpresivo que se representa como una masa amorfa y sin elaborar. La diosa griega no soportaba, al parecer, la soledad y la nada en la que vivía instalada, pues de qué le servía su poder si no existía nada en absoluto. Parece obvio que necesitaba crear un mundo de criaturas conscientes, divinas y humanas, a las que darse a conocer, seres que dieran constancia de su existencia y supremacía. Así del Caos surgieron Gea, diosa primigenia que personifica la Tierra, a la que se representa como una mujer de expresión maternal y grandes pechos; y a Urano, dios primordial que personifica el Cielo y que se le representa como un hombre corpulento, con cabello y barba blanca. Ambos formaron así la primera pareja, dotada de fértiles atributos sexuales y reproductivos.

Según parece, Urano se acercó a Gea y la atrapó entre sus brazos en un inequívoco gesto posesivo, auspicio de la futura dominación de los dioses sobre las diosas, que siglos después dio lugar al patriarcado. Después se tumbaron en un tálamo inmaterial y entre el fragor del placer surgió el primer coito galáctico, una cópula refulgente, un amasijo de ingles apretadas, hasta que se produjo un estallido, un espasmo de plenitud, un orgasmo cósmico, un éxtasis pleno e intenso, una singular y gran explosión, el Big Bang, como lo llamó el físico belga Georges Lemaître. De su unión carnal surgió el Universo, los titanes, los cíclopes y los dioses del Olimpo, presididos por Zeus. Y tras un totum revolutum incestuoso surgieron los seres humanos, sumisas marionetas destinadas a acompañar y entretener a los dioses y diosas. Seguramente las divinidades originarias engendraron seres conscientes e inferiores, esto es, humanos, para darse a conocer y disfrutar de su celebridad. Y de paso divertirse con la caducidad de estas criaturas quebradizas y mortales. Así es como se encarnó la idea gaseosa de la debilidad, de la impureza y de la base de la condición humana caída, o sea del primer pecado, el original y hereditario.

En fin, todo lo que comienza tiene, a su debido tiempo, su final, por lo que inevitablemente llegará el Gran Colapso o Big Crunch, destino final del Universo, que vendrá precedido de hambrunas, guerras, inundaciones y terremotos. Curiosamente el texto bíblico de Isaías afirma que se enrollarán los cielos como un libro, expresiva descripción metafórica del colapso final. Y aunque es Caronte el que traslada las almas de los muertos al Hades para ser juzgados, Dante Alighieri podrá ubicar en su última y definitiva versión de La Divina Comedia a cada ser humano donde le corresponda, ya sea en el Tártaro o inframundo, que viene a ser un lugar de reprobación y tormento eterno, en el que, sin duda, se hallarán Hitler, Franco y Mussolini; o en el Eliseo o paraíso que es el lugar salvífico que eleva al ser humano de su dimensión animal a su estado sobrenatural, y en el que probablemente se encontrarán San Agustín, el africano converso y confeso, y la Santa Teresa que vivía sin vivir en ella, ya que tan alta vida esperaba que moría porque no moría. Y quién sabe si también estará Marcel Proust, el escritor simbolista que quizá encuentre por fin el tiempo perdido.

Quizá todo esto sea solo producto de la socarronería y agudeza cicládica, dórica, jónica y corintia. O sea, simples e ingeniosas ocurrencias de Homero, Hesíodo, Apolodoro o Sófocles, puesto que como afirman Comte y Hume, el único modo cierto de acceder a la realidad es el conocimiento fenoménico, que atiende únicamente a lo positivo, lo tangible y lo mensurable, perseverando, por tanto, en la idea de que no existe otra fuente de conocimiento que la que se origina a partir de los sentidos y la experiencia. Sin embargo, la renuncia a esta poética interpretación del origen del Universo nos lleva a preguntarnos ¿qué sentido tiene que un fenómeno natural nos conduzca a un mundo en el que se ha precipitado una cascada de calamidades, que desde el Big Bang han ido aconteciendo, día a día, hasta llegar a cifras de vértigo? Pregunta que no tiene una respuesta dotada de sentido, pues remite tercamente al absurdo. Y como dice Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”.

El autor es médico-psiquiatra