Mi nombre es María Ángeles Mariñelarena, y soy presidenta de la Asociación Navarra de Espina Bífida. Pero hoy no hablo solo en calidad de representante de una entidad. Hoy hablo desde un lugar más profundo, más íntimo, más humano. Hoy hablo como persona afectada por espina bífida. Como mujer con discapacidad. Como ciudadana que conoce de primera mano las consecuencias físicas, emocionales y sociales que implica convivir toda una vida con esta condición.

Y vengo a hablarles con franqueza, sin rodeos: las personas con espina bífida vivimos menos. No es una metáfora ni una impresión: es una realidad documentada por estudios clínicos y avalada por años de experiencia. Y, sin embargo, el sistema nos trata como si nuestras vidas fueran idénticas a las del resto. Como si todo diera igual.

La espina bífida es una malformación del tubo neural que se produce durante el embarazo. Su impacto es profundo y multidimensional y afecta al sistema nervioso, locomotor, urinario, digestivo y también a la salud mental. Hay personas que nacen sin sensibilidad en parte de su cuerpo. Personas que deben usar una silla de ruedas desde la infancia. Personas que dependen de sondajes, de medicación constante, de cirugías repetidas. Y esto no es una fase. No es algo que se cura o que se supere con los años. Es algo que se vive y se arrastra toda la vida.

Y vivir con espina bífida es enfrentarse a un desgaste precoz. Nuestro cuerpo envejece antes. Porque no fue diseñado para aguantar tantos años de lucha contra el dolor, contra las infecciones, contra la burocracia, contra las barreras físicas, y también –y esto es lo más duro– contra la indiferencia institucional. A los treinta ya hemos pasado por más operaciones que muchas personas en toda su vida. A los cuarenta, el agotamiento físico es el de alguien mucho mayor. Y aun así, se nos exige rendir igual. Pero no somos iguales. No lo decimos para dar lástima, sino para reclamar justicia.

Vivir menos debería ser razón suficiente para acceder a una jubilación anticipada, sin penalizaciones, con una pensión digna. No es un lujo, es una necesidad vital. Por eso exigimos una jubilación anticipada para las personas con espina bífida.

El sistema actual impone una falsa igualdad que es, en realidad, injusticia. Porque no todas partimos del mismo punto, ni llegamos al mismo final. Y cuando no se reconoce esa diferencia, lo que se impone es una desigualdad estructural, que castiga a quienes ya vivimos con más obstáculos. Desde la infancia vivimos más en hospitales que en parques. Desde la adolescencia, lidiamos con la dependencia, la inseguridad y el miedo. ¿Alguien cree de verdad que podemos seguir trabajando hasta los 67 años?

Muchas personas con espina bífida trabajan, y quieren seguir haciéndolo. Pero también necesitamos poder parar a tiempo, sin miedo a la pobreza. Porque hoy, quien deja de trabajar por agotamiento físico, recibe una pensión no contributiva de menos de 700 euros. Con eso no se vive. Con eso no se vive. No se paga ni el alquiler, ni la medicación, ni el transporte adaptado, ni la asistencia personal. Porque tener una discapacidad también cuesta dinero. Y a veces esa parte tampoco se quiere ver.

Desde la Asociación y desde la Federación Española de Espina Bífida e Hidrocefalia llevamos años trabajando por este reconocimiento. Hemos presentado informes técnicos, hemos hablado con el Ministerio y en el Parlamento de Navarra. Y siempre recibimos comprensión…, pero no respuestas. Mientras tanto, hay personas que se van sin haber recibido lo que merecen. Y eso es lo que más duele.

¿De qué sirve una jubilación si llega cuando ya no puedes caminar, cuando ya no puedes disfrutarla, cuando el cuerpo ha dicho basta y solo puedes aguantar? Por eso decimos alto y claro: queremos jubilarnos en vida. No cuando la muerte esté cerca. No es un eslogan. Es una verdad. Una súplica. Una advertencia.

He visto personas con espina bífida que lo dieron todo, que lucharon por mantenerse activas…, y que se fueron sin haber podido descansar. No puede ser que el sistema nos exprima y luego nos abandone. La justicia no es tratar a todas igual, sino reconocer las diferencias y adaptarse a ellas. Y necesitamos eso: una jubilación anticipada como derecho. No como una excepción. Un derecho que nos devuelva algo de lo que nos quita la enfermedad. Un derecho que alivie, que proteja, que compense.

Existen precedentes, hay colectivos que ya acceden a este derecho. ¿Por qué no nosotras? La respuesta a esa pregunta define si una sociedad protege o excluye. Y yo quiero creer que aún estamos a tiempo de cambiarlo. Por eso alzo la voz. Porque no hablamos de números, hablamos de vidas. De vidas más cortas, sí, pero no menos valiosas.

A las instituciones, a los responsables políticos, a quienes tienen el poder de cambiar las cosas: no esperen más. Escuchen nuestras voces. Y actúen. Porque ya no se trata solo de compasión. Se trata de responsabilidad. Y de justicia. Porque sí, vivimos menos. Pero queremos vivir mejor. Y con dignidad.

La autora es presidenta ANPHEB. Consejera de FEBHI