Todo es un desconcierto apabullante, vertiginoso, confuso. Muy confuso. Cada día, a todas las horas del día nos hacen sabedores de cientos de atrocidades de toda índole, de situaciones alarmantes y dolorosas, de abismos a donde nos llevan sin saber muy bien cuál es nuestro lugar. El genocidio en Gaza humilla a toda la humanidad más allá del hundimiento moral de sus sangrientos ejecutores. Sangrientos y algo más. La guerra en Ucrania se extiende y alarga de un modo ignominioso y cruel. La escalada fronteriza entre Camboya y Tailandia augura un nuevo foco con consecuencias imprevisibles. La tensión nuclear entre Cachemira y Pakistán abre ese apocalipsis nuclear temido y –por desgracia– admitido por el grueso de la población mundial sin más signo visible que la resignación. Estados Unidos y Rusia se han amenazado ya con sus ojivas nucleares y submarinos de igual condición. Hay más.
La guerra de Yemen es una prolongada agonía que cuenta ya con 233.000 muertos que quizá, no supieron nunca por qué morían. Todo terrible, todo muy triste. Evidentemente, sí. Son muchos –más que nunca– los lugares desde los que se nos da cuenta de estos hechos de un modo apabullante y voraz, sin dejar un átomo de tiempo a la reflexión serena. Digerimos todo esto como algo dado con lo que hay que convivir así y no de otra manera. Las redes sociales, que son un escorpión con cien mil patas, que irrumpe en todos los órdenes de la vida y es capaz de colarse en tu vida personal e íntima sin ninguna consecuencia. En televisión se nos adiestra –ya estamos domados– para soportar una retahíla interminable de anuncios donde se nos induce a comprar cualquier artilugio o servicio peregrino porque así –y no de otro modo– seremos muy felices con nuestros dientes blanquísimos y nuestras casas blindadas. Quizá debamos ir apagando ese televisor. Quizá debamos hacerlo.
Lo grave, eso que es medular y único, es saber dónde queda nuestra vida propia. Si existe o existió alguna vez y en qué plano se encuentra ahora. Desde la vida propia se puede vivir con algún sentido y alegría, se puede vivir realizando un proyecto personal –que es único y valioso– se puede compartir con los otros todo eso que uno es y no es otra cosa que la vida propia. No es algo rebuscado, ni complicado. No es ningún jeroglífico. El jeroglífico y el desvío está en esa atronadora invasión de los teléfonos móviles, tablets, ordenadores, plataformas, podcast, televisores, etcétera, que no nos permiten vivir. Hacen que creamos que vivimos. Nada de eso. Sobrevivimos en una calculada ensoñación donde la vida propia dejó de existir, si existió alguna vez.
Miro un cielo azul, límpido como un mar en calma sobre los riscos de Urbasa. La falda de la montaña conserva ese verdor genuino de la naturaleza virgen, inviolada. Aún. La propia vida se nutre de una mirada como esa, de un paseo por el campo o por el hermoso parque de Yamaguchi. La lectura de un buen libro bajo un árbol, en el rincón favorito de nuestra casa, en el trabajo diario positivo, dador de vida más allá de la engañosa publicidad constante, impertinente e inmoral las veinticuatro horas del día. La vida propia es compartir con los amigos las propias cuitas, una partida de mus o una caminata entre robles, hayas, encinos o a ras de uno mismo. Siempre. Uno mismo.
En este momento, cuando escribo estas líneas, cuando veo desde mi ventana la última cima de Urbasa, ese cielo límpido y azul como el mismo mar en calma, el gobierno israelí ha decido tomar Gaza por la brava –como si no lo hubiera hecho ya– es inminente una invasión en toda regla.
Desde mi propia vida, soy yo sin añadidos. No a todo esto. Pero, a todo en su truculenta totalidad. Es mi propia vida que habla, que se manifiesta. Sigo estando aquí.
La vida propia debe ser el centro de todas las cosas, desde ahí es seguro que vivimos mejor, muy conscientes de todo lo que nos rodea.