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La resiliencia como motor educativo

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Hay palabras que no solo nombran: transforman. Resiliencia es una de ellas. En tiempos en los que la escuela convive con la incertidumbre, la sobrecarga emocional y una aceleración que no da tregua, este concepto se ha convertido en un faro imprescindible. La Jornada “Escuelas de resiliencia: retos docentes y oportunidades de crecimiento”, organizada por la Cátedra Aprender-Ikasi y el Instituto I-Communitas de la UPNA, ha hecho visible algo que intuíamos desde hace tiempo: que la educación solo puede avanzar si ponemos la humanidad en el centro y que “la escuela es el mejor antídoto contra la inhumanidad” en una cita del filósofo Josep María Esquirol elegida por su director Juan Mari Sanchez Prieto en la presentación de dicha jornada.

La profesora Anna Forés Miravalles, referente en la investigación sobre resiliencia, nos recordó en la conferencia inaugural que ésta no es una cualidad innata reservada a unos pocos, sino un proceso dinámico que se construye en relación con los demás. La resiliencia –dice– es la capacidad de volver a nacer, de reconstruirse, de encontrar sentido incluso en los momentos en que el horizonte parece difuminarse. Y ese proceso sólo florece en entornos donde hay mirada, presencia y vínculo. En otras palabras: la escuela puede y debe ser un territorio donde la adversidad no se niega, sino que se acompaña.

A lo largo de la jornada, esta idea fue tomando cuerpo en forma de experiencias reales desarrolladas en la escuela infantil Tangorri, el CPEIP Rochapea, el colegio Nuestra Señora del Huerto, el área de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Jaume I, el CPEIP Cardenal Ilundain, la Formación Profesional Básica Unidad de Acción social y la Universidad Saludable de la Universidad Pública de Navarra, que demostraron, con una sinceridad conmovedora, que los centros educativos están aprendiendo a sostener, a escuchar y a crecer junto a su comunidad. Desde las primeras edades hasta la universidad, los retos son compartidos: alumnado más vulnerable, profesorado emocionalmente agotado, familias que se mueven entre la preocupación y la esperanza… Pero también se compartió algo más profundo: el convencimiento de que otro modo de estar en la escuela es posible.

Entre los testimonios presentados, el proyecto Isuri de la Ikastola Paz de Ziganda, presentado por Jone Areta, puso el acento en los primeros años de escolarización, en el segundo ciclo de la etapa de Educación Infantil. Isuri, que en euskera significa flujo, nació hace seis cursos de la mano del grupo Kaeru, experto en desarrollo emocional, y es un ejemplo vivo de cómo la resiliencia se cultiva desde los cimientos. Su punto de partida fue tan sencillo como radical: cuidar al equipo educador antes que intervenir en el alumnado. Porque ningún docente puede acompañar con autenticidad si no se siente cuidado, mirado y sostenido a su vez.

A partir del modelo pentagonal de competencias emocionales. desarrollado por Grup de Recerca en Orientació Psicopedagógica - GROP, Isuri estructuró su trabajo en tres grandes ejes: el autoconocimiento (¿quién soy?), la mirada sistémica (mi familia) y la mirada social (¿cómo soy con mis amigos y amigas?). Todo lo que ocurre en el aula se articula desde estas preguntas que, lejos de ser simples, abren puertas a mundos interiores que las niñas y niños están aprendiendo a nombrar.

La metodología de Isuri es un recordatorio de lo esencial: observar, escuchar y poner palabra. Herramientas tan básicas como profundas, que invitan a crear espacios donde el juicio desaparece y aparece la confianza. Espacios que, como señaló Areta, “se construyen con tiempo, con presencia real y con una comunidad que cree en ellos”. La ikastola ha ido recogiendo cada dinámica, cada gesto, en un maletín de herramientas que no solo ordena prácticas: preserva vínculos, aprendizajes y miradas compartidas.

Pero quizá lo más inspirador del proyecto es su vocación comunitaria. Isuri no es un programa para aplicar de manera mecánica, sino una cultura que involucra a familias, profesorado y alumnado. Solo así el flujo emocional tiene sentido: cuando atraviesa la ikastola entera, cuando se convierte en un clima, en un modo de estar y de relacionarse que genera apego, calma y pertenencia.

La jornada aportó un recordatorio poderoso: la resiliencia no se enseña; se contagia. Se contagia cuando un equipo docente se atreve a mirarse por dentro. Cuando una comunidad educativa decide que la ternura es tan importante como la competencia. Cuando la escuela se convierte en un refugio donde cada niño y cada niña aprende que lo que siente importa, que hay palabras para el miedo y la ilusión, y que incluso en los momentos más difíciles siempre hay un acompañamiento posible.

Las escuelas resilientes, tal como se insistió a lo largo del encuentro, no son espacios perfectos, sino espacios vivos. Lugares donde la incertidumbre no paraliza, sino que se transforma en aprendizaje compartido. Lugares donde profesorado y alumnado descubren juntos que las dificultades no son un muro, sino el inicio de una nueva forma de crecer.

Por eso, esta jornada ha sido algo más que un foro académico: ha sido un gesto de esperanza. La evidencia científica, la experiencia práctica y la emoción sincera se entrelazaron para recordarnos que la educación puede volver a ser un territorio fértil, si nos atrevemos a poner la vida en el centro.

La resiliencia, tal como nos enseña Anna Forés, no consiste en resistir sin quebrarse, sino en aprender a renacer con cicatrices que hablan de lo que hemos podido superar. Y quizás, al final, ese sea el mejor legado que podemos dejar a nuestro alumnado: la certeza de que no está solo, de que cada dificultad puede convertirse en motor de transformación y de que la escuela es, ante todo, un lugar donde merece la pena crecer.

La pregunta con la que se cerraba la jornada sigue resonando: ¿Te atreves a formar parte del cambio?

El autor es director de las Ikastolas de Navarra