Todas las guerras, habidas y por haber, suelen tener una motivación común: el territorio. Los pueblos no admiten que les conquisten, ni que les partan, ni que separen sus tribus y sus lenguas, sedimentadas durante milenios. La obsesión colonialista de debilitar a las naciones partiendo sus mugas con regla y cartabón, ha sido y es el manantial de los conflictos. Alsacia y Lorena provocaron guerras mundiales; el puzzle de los Balcanes sigue sangrando; el Ulster, tan cercano… Hoy día, Palestina, Dombass o el Sahara nos recuerdan que con la tierra no se juega. Y todos los días maldecimos a los canallas que provocan estas guerras, negando a los pueblos el derecho a decidir sobre su propia cartografía.

Si a inicios de los 70 alguien hubiera dicho que Navarra no formaba parte del País Vasco, hubiera sido tratado de tonto. Por encima de las diferencias administrativas, toda la tradición histórica lo confirmaba. “Euskal Herria, –dice el Espasa Calpe– es el territorio que comprende las provincias españolas de Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya y los antiguos países de Labourd, la Soule y la Baja Navarra”. Toda la prensa navarra reconocía esa territorialidad. Hasta el Diario de Navarra, tenía secciones como “Euskalerrian barna”, y su director, Ollarra, afirmaba en 1982 que “Euskalerria es una realidad”.

La banca navarra apostaba públicamente por la unidad vasconavarra, desde que en 1867 la propia Diputación Foral propusiera a sus tres hermanas hacer un banco común. Desde 1924 funcionaba la Federación Vasco-Navarra de Cajas de Ahorro, y hasta los años 80 sostenían la revista Vida Vasca, en la que se anunciaban todas las grandes empresas navarras. En 1978 ya aparecían ikurriñas en sus páginas y la CAN seguía poniendo su publicidad. La Caja de Ahorros Municipal editó para sus clientes un mapa de Euskal Herria; en 1973, el Banco de Vasconia editó otro, presente en todas sus sucursales. El Árbol de Gernika, el escudo de Navarra y las siete montañas del Zazpiak bat presidían la cartela, con la carga simbólica en los tiempos que corrían.

En los años 70, todo eran asociaciones vasco-navarras: de Arboricultura, Arquitectos, Enfermería, Genealogía, Guionistas, Hematología y Hemoterapia, Salud Mental, Músicos, Pediatría, Seguros, Automovilismo, órdenes religiosas y muchas más, siguiendo la tradición unionista del sigo XIX. Los obispos vascos hacían pastorales conjuntas y consiguieron que la Conferencia Episcopal española aprobara la “Provincia Eclesiástica Vasca de Pamplona y Tudela, acogiendo en su seno las diócesis de Bilbao, San Sebastián y Vitoria”. Miles de sacerdores y comunidades de base respaldaban la petición. En los años 70, todos los sindicatos navarros ponían ikurriñas en sus sedes y se apellidaban “de Euskadi”. UGT, con Urralburu al frente, defendía el derecho de autodeterminación. Lo mismo ocurría con todos los partidos políticos no franquistas. Nada más legalizarse la ikurriña, los ayuntamientos, aún “franquistas”, comenzaron a colocarla en las casas consistoriales, comenzando por Iruñea. Pueblos de la Zona Media y Ribera la izaron con naturalidad: Falces, Villafranca, Larraga, Tafalla, Arróniz, Aibar... En Agoitz y Villaba-Atarrabia, convocaron referéndums que se ganaron con holgura.

En 1977 se celebraron las primeras elecciones, y el triunfo de los que venían defendiendo la unidad de Euskal Herria fue rotundo: 150.000 votos frente a 107.000. Todos los partidos ganadores solicitaron incluir a Navarra en el Distrito Universitario vasco. Hasta el Frente Navarro Independiente, impulsado por sonoros apellidos (Irazoqui, Taberna, Valimaña, Zubiaur, Arbeloa, Tomás Caballero, Malón, Urmeneta…), decía que “como navarros, tronco y raíz de Euskalerría, queremos vivir en sólida vinculación con el resto del País Vasco”. En 1979, en las elecciones al Parlamento Navarro, volvieron a ser mayoría los partidarios de la unidad vasca (37-33).

Desde la sentina del Estado profundo, mandaron a parar. El 23 de febrero de 1981, Tejero da el golpe de estado. Apenas un mes más tarde, el PSOE navarro celebra su Congreso Regional y cambia totalmente su centenaria postura pro-unidad vasca, alegando que en los años republicanos el partido no había sido partidario de un estatuto vasco común. Una mentira colosal, basta leer, entre otros, el comunicado del Frente Popular Navarro firmado en 1936. El PSOE se meó encima de las tumbas de Constantino Salinas, Juan Arrastia, José San Martín, Clemente Ruiz, Jesús Boneta y miles de socialistas fusilados. Una cuadrilla de felones y corruptos, encabezados por Urralburu y Arbeloa, tergiversaron la historia y ahí están las actas del Congreso, que afortunadamente tenemos, para demostrarlo.

Telesforo Monzón advirtió que Navarra era el principal foco de la violencia estatal. Hasta el dirigente Mario Onaindia, desde El País, calificó de “irresponsable” y de “graves consecuencias” la política de su partido, postura “suicida” que fomentaba “la continuidad de la lucha armada y la desestabilización de la democracia”.

A partir de entonces se dedicaron a desmontar lo que la historia había tejido durante siglos. Disolvieron las asociaciones vasconavarras y la Federación de Cajas; paralizaron la unidad eclesiástica; persiguieron la ikurriña y los mapas; impusieron la Ley del Euskera; los navarros dejaron de ser vascos y los vascones desaparecieron hasta de la arqueología. Y por encima de todo, negaron al pueblo navarro la posibilidad de votar, siendo la única comunidad, junto con Ceuta y Melilla, que no refrendó su Estatuto, dejando clara nuestra situación colonial.

Solo por la imposición militar y por la canallada criminal del PSOE, se comprende la prolongación de la lucha armada durante 30 años más. Nunca hubo más navarros militando en ETA, y en todos los procesos negociadores hubo dos puntos claves sobre la mesa: el derecho a decidir y la unidad vasconavarra, puntos que, aunque no se compartieran los métodos, los respaldaba la mayoría de la sociedad vasca.

El Estado colonialista español, con un rey corrupto al frente, combatió brutalmente la insurgencia vasca, con toda su violencia militar y mediática. Las torturas y el terrorismo de Estado incitaron todavía más la rebelión de muchos jóvenes vascos. Partir un país, negarle a decidir su destino, tiene sus consecuencias, aquí y en cualquier parte del mundo. Todavía podía haberse armado una mucho mayor. Que no vengan ahora a acusarnos de pirómanos los que encendieron el fuego.