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Miguel de Unamuno frente al pesimismo filosófico

Miguel de Unamuno frente al pesimismo filosófico

Schopenhauer considera que no es reconfortante la idea de una creación divina donde existe el mal. De hecho, afirma que el mal existente en el mundo es incompatible con la idea de un Dios todopoderoso, por lo que niega su existencia y añade que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, como pretendía Leibnitz, sino en un mundo material donde hay sufrimiento, miseria, enfermedades y catástrofes. Y en este valle de lágrimas, el ser humano sigue viviendo por la fuerza de una especie de instinto irracional, ciego e insaciable al que llamó voluntad de vivir.

Nietzsche proclamó la muerte de Dios, día en el que todo el cielo se enlutó hasta que allá, por donde amanece, la oscuridad, que ya se iba, regresó. No se agota ahí el nihilismo filosófico, pues Sartre afirma que las relaciones con el prójimo, rasgada condición humana, tienden a ser inevitablemente conflictivas. De ahí su afirmación: “el infierno son los otros”, pues nos cosifican con su mirada. Además, asevera que el ser humano en pura contingencia, perfecta gratuidad condenada a ser libre en un mundo absurdo en el que la vida es una pasión inútil que conduce a un desagradable sentimiento como es la náusea. Camus insiste en la idea de un mundo absurdo en el que estamos atrapados, por lo que el ser humano, ante la indiferencia del universo que no responde a nuestras preguntas, debería caer en un pesimismo insuperable, por lo que ya no le cabría esperar nada valioso y significativo de la vida. Sin embargo, lejos de abrazar el absurdo de la existencia y existir según el lema carpe diem, lema acuñado por Horacio, se afana en vivir como si todo tuviese sentido y el mal obedeciese a un plan previsto por Dios.

Según Althusser, el ser humano está tan bien educado por la familia, la escuela y la religión que renuncia a la libertad en favor de la sumisión, construyéndose así una identidad obediente que es la que conviene a un sistema social injusto, corrupto y beligerante. A esto hay que añadir las redes sociales que son, según Byung-Chul Han, un gran y eficaz panóptico digital que vigila y llega conocer a cada ser humano hasta tal punto que un algoritmo le devuelve no solo lo que es, sino con lo que tiene que identificarse. En este sentido la humanidad es una marea humana, un rebaño anónimo que camina calle arriba o calle abajo en busca de un sentido que no encuentra. Gente acosada por su rutina, por ese eterno retorno que vive una y otra vez e innumerables veces, esa suma fútil de horas, días, meses y años sin aliciente ni significado alguno; esa suma inagotable y monótona que se repite hasta la saciedad y de la que no se puede desprender. 

Su vida es un constante esfuerzo curricular, pero su afán no es el éxito ni el elogio, aunque su satisfacción es grande cuando se le reconoce su valía. No, a lo que realmente aspira, según Sartre, es a la plenitud, esto es su deseo primordial es ser Dios, pero, claro, solo se puede ser pleno o soberano si eres verdaderamente Dios. Lo cual es un desatino, más aún si tenemos en consideración la opinión de Cioran, que dice que el ser humano es un error cósmico que solo se subsana definitivamente con la muerte. Por ello, cualquier intento de justificar la existencia humana, ya sea mediante la filosofía o la religión, es una estrategia ilusoria o delirante de una humanidad incapaz de enfrentarse al sinsentido de su existencia.

¡Abajo los intelectuales! ¡Viva la muerte! Gritó un colérico Millán-Astray, al que Miguel de Unamuno opuso, con acento austero y venerable de aitona vasco, un mensaje muy claro: la prevalencia de la vida, de la inteligencia y de la razón frente a la ceguera de la barbarie. Finalmente vencieron a Unamuno, pero no le convencieron. Le vencieron porque a los violentos les sobraba la fuerza bruta necesaria para causarle, durante su arresto domiciliario, el estrés suficiente que le causó un infarto cerebral, lo que le produjo la muerte, suponiendo que no fuese asesinado, como afirma un reciente estudio sustentado en indicios muy sólidos. Murió sin ser convencido porque él tenía la razón que a sus carceleros les faltaba. Pensando en su muerte, que intuía cercana, escribió: “Solo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Esta frase expresa su lucha contra el pesimismo filosófico, pues enfrenta la razón que aniquila toda esperanza, pues de ella se desprende que tras la muerte no hay nada, contra la necesidad humana de pervivir más allá de la muerte y trascender así los límites de la contingencia y superar la caducidad de la existencia. Si bien para Nietzsche la fe es no querer saber lo que es verdad, para Unamuno la fe es afán de creer, y creer es crear lo que no vemos. En fin, Unamuno nunca se dejó atrapar por el nihilismo, hasta el punto de que, aunque vivió sin certezas, no dejó de buscar el sentido trascendental de la vida.

El autor es médico-psiquiatra