PAMPLONA. Ricardo conoce poco de la figura de Eizaguirre. Más de cincuenta años les separan. Uno aprendió de Juan Acuña, de José Bañón, de José Trías; el otro, el madrileño, de Arconada. El mayor abarca en su memoria y en la retina toda la larga serie de guardametas que desde Ricardo Zamora han intervenido en la Liga; el de menor edad pregunta cuando llega ante la puerta del domicilio de su antecesor: "¿Es Eizaguirre, con E...?".

Cuando Eizaguirre supo que le visitaría Ricardo, el actual portero de su Osasuna, su más reciente heredero, recibió la propuesta con la ilusión de quien cada domingo sigue las peripecias de los rojillos. También su mujer, Carmen Sexmilo, que oficia de navarra y, además, atesora unos bastos conocimientos futbolísticos. A Ricardo le podía la pereza de subirse al coche para viajar a San Sebastián. Tenía que ser después de un entrenamiento, sobre las doce y media, llámame, dónde comemos, cuándo volvemos, con qué coche vamos, de qué va esto, etcétera, etcétera.

Esto va de que tú, Ricardo López, el día 20 de marzo serás el futbolista que ha vestido la camiseta de Osasuna con más edad. Y que a quien vas a superar es a él, a Ignacio Eizaguirre, que en los últimos cincuenta años ha estado ahí, inamovible en el ránking, creciendo como el mito que es. Servían esas explicaciones, pero hay que reconocer que era una pequeña embolada...; y hay que agradecer a Ricardo que diera todas las facilidades a su alcance.

Cuando Eizaguirre abrió la puerta de su domicilio, Ricardo se rindió a primera vista. La leyenda, el hombre de 90 años, el guardameta eterno, el rojillo más longevo, le recibió con tal efusividad que los papeles parecían cambiados. Ese cariño y la fotografía que cuelga en el pasillo de la casa de los Eizaguirre-Sexmilo hizo que las dos personas se reconocieran de inmediato como lo que son: dos porteros. La instantánea enmarcada representa un ágil salto de Eizaguirre en París, en un Francia-España (1-5), en junio de 1949. Ahí empieza todo:

- ¡Qué salto más poderoso...!, exclama Ricardo con admiración.

- Esta foto tiene todo; la fuerza, la presencia, la forma de coger el balón con las manos, la postura del cuerpo..., explica el veterano internacional.

Está claro: hablan el mismo idioma. A partir de ahí, uno es Ricardo; el otro, el señor Ignacio.

- Señor Ignacio, ¿qué le parece el Barcelona? Como juegan, ¿eh?

- Qué quieres que te diga; en mi vida he visto mucho fútbol y a muy pocos equipos que hagan el fútbol que hacen esos chicos... Cuando yo entrenaba a ...

- ¿Ha sido usted entrenador...?

Y Carmen aprovecha el hilo para aportar la letanía de equipos y ciudades por las que pasó la familia desde 1960 hasta 1974: Osasuna, Murcia, Celta, Granada, Córdoba, Sevilla, Burgos, Hércules, Tenerife y Alavés. "Yo era una especialista en alquilar pisos y cambiar matrículas de colegio...", bromea.

El señor Ignacio tiene una pasión, el fútbol, y una devoción, Carmen. "Sabe más que yo...", constata el guardameta cada vez que su esposa rescata un dato que falta en la memoria, un nombre que se olvida, el origen de tal anécdota...

- Nos conocimos en un encierro, aporta Carmen.

- Señor Ignacio, ¡ha corrido usted el encierro...!

- Sí. Dos o tres años. Nos conocimos en Sanfermines; luego, cuando ella venía a San Sebastián -lugar donde Carmen nació por mor del trabajo de su padre-, coincidíamos en los mismos lugares. Mira -dice dirigiéndose a Ricardo-, ella fue la primera persona que conocí que elaboraba un estadillo en el que apuntaba cómo y por dónde marcaban los goles los jugadores con los que me iba a enfrentar; si remataban de cabeza, si le pegaban con la izquierda... Eso estaba muy bien, me ayudaba mucho, pero como comprenderás no puedes estar jugando y mirando las notas... El portero, al final, vive de la intuición.

- Eso es lo importante: vivir el fútbol con intensidad cada segundo del partido. El que sepas acertar en una jugada complicada e inesperada. La intuición..., corrobora el más joven.

Ricardo no pierde palabra. Mira a ese hombre sentado a su izquierda como quien hubiera encontrado a un antepasado que, sin haberse visto nunca, le está contando su propia vida: la vida del portero de fútbol.

- Yo siempre utilizaba dos guantes, por si llovía. Tenía siempre un par junto a la portería para cambiar. Unos para el agua y otros para seco.

- Ahora todos los guantes son iguales porque los balones son del mismo material. Claro, cuando jugaba usted no había marcas deportivas... ¿No tendrá guardados por ahí unos guantes...?

La curiosidad de Ricardo no puede ser satisfecha. En la casa de los Eizaguirre-Sexmilo hay cientos de recuerdos, pero ni guantes, ni jerseys de portero ni botas. Está el hombre, pero no sus instrumentos de trabajo. Aunque su mejor herramienta son sus manos.

Ricardo y el señor Ignacio levantan las manos a la altura de la cintura y las examinan. Las de uno, el nonagenario, son grandes, venosas, huesudas, salpicadas de manchitas. El dedo meñique de la mano izquierda está deformado, doblado, como consecuencia de un golpe. Las de Ricardo son manos todavía jóvenes; la piel está tersa, sonrosada, y protege huesos y venas. Él, el de menos edad, también exhibe sus heridas de guerra: un dedo torcido por una fractura.

- Los porteros siempre salimos malparados en los choques. Un delantero argentino me sacó el hombro de un golpe. Pero en general no he conocido futbolistas con mala intención, proclama don Ignacio mientras se toca su articulación como si aún le doliera el impacto.

- Yo tampoco creo que haya mala intención. No he tenido problemas con delanteros rivales..., explica Ricardo, que dice que no cuida sus manos de una manera especial.

- Yo he jugado mucho a pelota a mano -cambia de tercio el señor Ignacio-. Y jugaba sin ponerme tacos...

- Yo no he jugado a pelota. He jugado más al tenis.

- Hombre, a mí el tenis me gustaba mucho. Mira que incluso en una ocasión el Valencia me dio permiso para disputar un torneo de tenis por la mañana aunque teníamos partido por la tarde. Se suponía que nos enfrentábamos contra un rival fácil..

Aparece Carmen en el salón. Trae lomo, cervezas y algo para picar. A Ricardo el entrenamiento le ha despertado el apetito. Al señor Ignacio el tentempié le anima más la conversación.

- Tú usabas unos guantes de estambre... -aporta Carmen retomando el hilo de una conversación anterior-. Y fuiste el primero en cambiar el jersey por unas camisetas de manga corta de colores que utilizabas cuando hacía calor (tiene una foto en casa que así lo acredita).

- Yo las camisetas de colores no las elijo -apostilla Ricardo-. Lo que sí hago es cortar con unas tijeras la manga: tampoco me gustan las mangas largas.

Ricardo le pasa el plato de lomo. Es hora de comer, pero los porteros se han enredado en una conversación en la que cada vez encuentran más puntos en común y en la que las anécdotas del señor Ignacio provocan las carcajadas de Ricardo, como cuando le cuenta que en una ocasión mató un becerro en una capea benéfica. Sale también a colación la historia de los sacos de arena de La Concha esparcida en el viejo San Juan.

- Cogía un saco de arena de la playa, lo metía en el coche y antes del partido la esparcía por el área y la alisaba con un rastrillo delante de toda la gente...

- No tenían campos de entrenamiento; entrenaban y jugaban en San Juan y el césped se deterioraba. Ahora tenéis en Osasuna una instalaciones maravillosas, presume Carmen.

- Esta mañana teníamos el área pequeña un poco fastidiada..., dice Ricardo intentando excusar las abismales diferencias.

Habla el señor Ignacio de sus múltiples actividades al margen del fútbol, algunas desconocidas y que, confiesa Ricardo, también las realiza él. Les gustan los coches, las motos... "Somos iguales; cómo mola", deja escapar Ricardo en un ramalazo de casticismo madrileño. Ambos tienen también tres hijos. Salen cosas que no son de consumo común, porque ya son confidencias entre amigos. A cada nuevo descubrimiento del señor Ignacio, Ricardo se ve más identificado con el mito al que ya admira antes de contarle aquél sus aventuras cazando elefantes en África y que en una ocasión casi le cuestan la vida.

- Es que yo estoy un poco chalao..., bromea Eizaguirre.

Ricardo le mira, sonríe y calla. ¿También coinciden en esto?

- Es usted un crack, señor Ignacio.

Son casi las tres de la tarde y la conversación va tocando a su fin. Carmen aporta su experiencia sobre la vida de las esposas de los futbolistas, sobre el trasiego de la familia... No quiere que Ricardo se vaya sin fotografiarse con él y con su marido. El señor Ignacio acompaña a Ricardo hasta la puerta del ascensor; ahí cuenta su última anécdota, sobre cómo fue reemplazado por Ramallets en el Mundial de Brasil en 1950 por la presión de la prensa catalana... Ricardo también acudió al Mundial de Japón y Corea, pero Camacho no le dio ni el minuto de gracia. Estrechan sus mano y se desean suerte antes de que se cierre la puerta del ascensor.

- ¡Y también ha sido torero! ¡El señor Ignacio es insuperable!, dice Ricardo a modo de resumen entusiasmado cuando desciende del Olimpo, un octavo piso en el barrio de Amara...