l fútbol se va. Entre los aficionados es común utilizar la expresión ir al fútbol. Porque al fútbol se va, como se va a misa. Por educación, por fe, por cultura. Por obligación. De la misma forma que a uno le bautizan sin preguntarle, sin esperar a que madure y tome sus propias decisiones, sin dar opción a elegir, también le llevan un día a un estadio y le señalan cuál es su equipo. Hay una pequeña diferencia: de la fe se puede apostatar pero nunca, aunque quieras, borrarte de tu equipo. En ese hábito de acudir a las gradas hay todo un ceremonial que comienza a corta edad y que, metidos ya en acontecimientos, abarca un ritual desde la víspera del partido a las horas posteriores. Un protocolo que en los últimos años incluye también a la indumentaria. Esas filas de aficionados camino del recinto deportivo, como ciempiés de colores, son parte del ecosistema de fin de semana. Así ha sido hasta que el coronavirus entró en nuestras vidas. También en la vida de nuestro fútbol. De todo lo que la covid nos ha quitado durante el último año -desde que el pasado 8 de marzo de 2020 Osasuna ganara al Espanyol-, el ir al fútbol no es de las cosas más importantes, pero sí de las que tienen más impacto visual. Esa imagen de los graderíos vacíos, allí donde cada quince días se reunían miles de personas, es una buena semblanza de lo que está pasando. Porque traslada el eco de la ausencia de los que no están y de los que se han ido, aficionados o no. Ahora al fútbol no se va, se ve. Las retransmisiones nos trasladan a los campos; ponen sonidos de fondo, colorean las localidades sin dueño, sentimos el esfuerzo de los futbolistas, ponderamos sus habilidades, pero no es lo mismo. Ya sé que no descubro nada, pero el balompié, un Osasuna-Barcelona como el de ayer, necesita de sus feligreses, bautizados o no; necesita de ese ambiente que puede arañar un último esfuerzo de alguien que parecía rendido, que premia a los irreductibles, que despierta a los adormecidos, que presiona a los árbitros y que llega a atormentar a los adversarios de menos entereza. La covid nos ha sustraído toda esa parte del fútbol: ver de cerca la madurez de Messi, observar el crecimiento de Moncayola. Pónganse en la situación de ayer: rival de los grandes, tarde de comida y sobremesa larga, lenta aproximación al estadio y cita posterior para debatir sobre el partido acodados a una barra. Y si además asistes a un partido como el que desarrolló Osasuna, mirando a los ojos de un contrincante superior, generando oportunidades de gol, sosteniendo el plan trazado, luciéndose como pocas veces en el manejo de balón...; si ves todo eso a pocos metros de distancia, con la compañía de otros que empujan como tú, puedes hasta incidir en el juego. Por ejemplo, apretar a un árbitro benévolo con los golpes del rival, animar a Calleri para la próxima embestida, empujar a Barja para que vuelva a hacerlo, exigir a quienes comparecen en la última media hora para que estén a lo que el partido requiere, y terminar aplaudiendo a tu equipo porque no solo ha estado a la altura sino en muchas fases del partido muy por encima. Creo que los futbolistas también echan en falta ese calor cercano que los mejora y les permite valorar lo que aportan y su arraigo entre la afición. Un año raro este.