Víctor Hugo: el primer 'turista' en Pamplona
una nueva edición de su libro 'viaje por los pirineos y los alpes' permite redescubrir la impresión que causó la ciudad en el genial escritor romántico francés en el año 1843
Muchos autores han dejado escrita su visión de Pamplona, y entre ellos figura en lugar preferente Víctor Hugo, uno de los primeros viajeros por placer, lo que hoy conocemos como turistas, que llegó a la capital navarra. La editorial Alhena Media edita ahora su Viaje a los Pirineos y los Alpes, prologado por el periodista navarro Juan Pedro Bator, en uno de cuyos capítulos podemos redescubrir la impresión que la ciudad le causó al gran escritor romántico francés hace 170 años.
Víctor Hugo llegó a Pamplona, procedente de Tolosa, el 11 de agosto de 1843. Viajó en la diligencia La Coronilla de Aragón, tirada por ocho caballos que conducían tres hombres, uno de ellos apenas un niño de ocho o nueve años que "él solo valía por los otros dos", relata el autor. Vino por una carretera de las que "serpentean arrastrándose por el suelo como las víboras", sorprendiéndose a cada paso por un paisaje montañoso "donde se han desarrollado todas las guerras civiles de Navarra desde hace cuatro siglos", relata. Se sorprende de lo que ve, de un país "contradictorio y singular" donde "segadores del tamaño de hormigas cortan su trigo en el abismo" mientras "las camareras se cimbrean como duquesas para recibir dos ochavos". En las tiendas le ofrecen vino y aceite. Un vino "execrable, que huele a piel de cabrito"; y un "abominable, que huele a no sé qué", escribe Hugo.
Después de atravesar las Dos Hermanas, "dos promontorios enormes que son las últimas torres que tiene la montaña en esa vertiente", llega a la "llanura de Pamplona" en la que "un bonito río, el Arga, nutre algunos álamos". Hugo compara el color de la Cuenca con los tonos de los cuadros de Poussin y remata, encantado con lo que ve: "No solo es una gran llanura, es un gran paisaje".
De Pamplona dice que "da más de lo que promete. De lejos, uno menea la cabeza, no aparece ningún perfil monumental; cuando uno está en la ciudad, la impresión cambia. En las calles hay algo interesante a cada paso; en las murallas, uno queda encantado". Lo primero que ve en la ciudad es "una magnífica torre cuadrada de ladrillo visto (...) que domina el paseo plantado de árboles". Se recrea con las casas, "casi todas construidas de ladrillos amarillos", que junto con "los tejados obtusos de tejas huecas, el polvo que hay en el aire, las llanuras rojizas y las montañas quemadas que están en el horizonte dan a Pamplona un cierto aspecto terroso que entristece en la primera ojeada". Pero eso solo es la primera impresión que enseguida cambia: "El abigarramiento de los colores y su alegría, los grupos de mujeres guapas asomadas a la calle y charlando de un balcón a otro, los escaparates variados y extravagantes de las tiendas, el bullicio y la conversación perpetua en las plazas tienen algo vivo y fascinante".
Enseguida se topa con las iglesias, de las que dice que todas tienen un altar dedicado a San Saturnino y otro a San Fermín, dos nombres que no solo están en los templos sino también "en todas las tiendas; en cada esquina se lee: Saturnino, ropero o Fermín, sastre". Y concluye que: "Pamplona es la ciudad cristiana más antigua de España, y se envanece de ello, si es que tal cosa puede ser motivo de vanidad".
fachada "abominable" Víctor Hugo dedica varias páginas de su relato sobre Pamplona a la catedral y no escatima exabruptos para resaltar la fealdad de la fachada: Dos "abominables" campanarios que define así: "Si quiere imaginarse una de esas agujas, piense en cuatro sacacorchos que soportan una especie de pilón panzudo y turgente, que a su vez está coronado por uno de esos tiestos clásicos, vulgarmente llamados urnas y que tienen la pinta de haber nacido del matrimonio entre una ánfora y un botijo". Más adelante las llama "excrecencias talladas como tronchos de col" y también "orejas de burro". Y reflexiona: "Qué feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser hermoso".
Pero la impresión que Víctor Hugo tiene de la fachada cambia enseguida, cuando ve por la parte de atrás "las ojivas con vidrieras radiantes, los pináculos delicados, los contrafuertes robustos de la venerable catedral de Pamplona (...) la iglesia que había soñado". El escritor entra en el templo a las cinco de la mañana y queda fascinado. Mientras "un viejo sacerdote encorvado decía su primera misa ante el altar mayor", repasa y elogia la reja, el coro, el cenotafio de Carlos III donde "a casi todas las estatuillas les falta un trozo", el gran órgano, las capillas, la sacristía, que tiene "un cierto perfume de marqués, un cierto olor a abad", y, sobre todo, el claustro, "uno de los más hermosos que haya visto en la vida".
Después, el viajero francés pasea por las murallas "solo y pensativo" y justo en el momento en que salía la luna oye "el chirrido de las cadenas del puente levadizo y la sacudida sorda de la reja que caía". Y en ese momento, Víctor Hugo se cita a sí mismo, unos versos que había escrito veinte años atrás: Toujours prête au combat, la sombre Pampelune/avant de s'endormir aux rayons de la lune/ferme son ceinture de tours (Siempre presta al combate la sombría Pamplona/antes de dormirse a la luz de la luna/cierra su cinturón de torres).
Apenas habla del ayuntamiento, un edificio "elegante y pequeño" con un frontón "coronado por leones, campanas y estatuas que forman un tumulto agradable de ver". Se extiende más sobre la plaza del Castillo, la "plaza mayor" la llama, donde se aloja en una fonda de un segundo piso. "La plaza no tiene nada de notable", escribe, y le espanta especialmente un edificio que se está construyendo y que "parece un teatro" (el actual palacio de Diputación, cuyas obras se habían iniciado en 1840). Hasta tal punto le horroriza la actual sede del Gobierno que lo recomienda "al primer hombre con criterio que bombardee Pamplona".
Pero Víctor Hugo no solo habla de los monumentos, también lo hace de las gentes. El final de su cuaderno de viaje a Pamplona lo dedica a la feria que se celebraba en aquel momento en la ciudad. En la misma plaza, hoy del Castillo, describe el "colosal andamiaje levantado para las corridas de toros que tendrán lugar dentro de una decena de días y que alborotan toda la ciudad", explica que la corrida durará cuatro días, del 18 al 22 de agosto, y hasta nos cuenta parte del cartel: "el primer día habrá una corrida de novillos y el último día un espada famoso en el país, Cúchares, matará el toro".
por la feria Hugo deambula por la feria "en una placita enfrente del ayuntamiento", donde ve "los puestos al aire libre, llenos de pasamanería y bisutería, las vendedoras, llenas de palabras alegres, los paseantes codeándose, los compradores bulliciosos, todo ese torbellino de risas, de gritos, de insultos y de canciones al que se llama feria". Apoyado en un pilar del ayuntamiento ve "un formidable muñeco de alta estatura" y al lado "un italiano gesticulante que exhibía unas marionetas y tocaba un tambor". Y Víctor Hugo cuenta hasta lo que compró en la feria: "amuletos de Zaragoza, ligas con escudos de Segovia, pilas de agua bendita de Bilbao, palmatorias de hojalata de Cauterets, una caja de cerillas químicas de Hernani, una caja de bastoncillos resinosos que usan como velas en Elizondo, papel de Tolosa, un cinturón de montañero del puerto de Panticosa, un bastón de hierro forjado, alpargatas y dos muletas de Pamplona que son de una lana magnífica".
Y cuando el sol se pone, la ciudad "se despierta, la vida palpita por todos los lados, la alegría estalla, es una colmena alborotada". En la plaza rompe a tocar "una fanfarria con trompetas y címbalos" mientras en las ventanas se oyen "cantos, voces, sonidos de guitarras y de castañuelas". A medianoche se hace el silencio "y ya no se oyen más que las voces de los serenos". Al día siguiente seguirá su viaje por el Pirineo.
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