De Navarra a Cantabria, Gipuzkoa después, luego Córdoba y Zaragoza como última parada. De momento. “Lo de estarme quieta claramente no me va”, se ríe Rebeca Valencia, al trote de provincia en provincia movida por una pasión. “De este camino ya no me saca nadie. Lo tengo muy claro. Mi vida son los caballos y los animales en general”, defiende esta pamplonesa de 30 años, desde enero herradora en una importante yeguada de Zaragoza con unos 200 ejemplares, sin contar a los potros que crían. “Trabajo no me falta”, asegura.
Rebeca lleva el vínculo con los animales “en la sangre desde bien pequeña”. Surgió de manera natural, porque su familia no tiene relación con el mundo ecuestre. “He crecido en Pamplona, pero mis abuelos vivían en Enériz y al ir al pueblo yo desaparecía y me iba con todos los animales que pillaba por ahí”.
Los caballos, en particular, “me llamaban mucho. Cuando íbamos de vacaciones a cualquier lado siempre quería dar un paseo a caballo, ir a una hípica...”. “Verlos galopar en un prado o en un campito a mí me da la vida”.
Con 11-12 años empezó a montar en Añézcar y compitió en doma clásica. Más adelante estudió auxiliar de veterinaria “porque en el colegio de animales era veterinaria, no te daban más opciones. Pero era demasiada responsabilidad, no quería llegar a tanto ni era lo que me apetecía. Metiéndome en el mundo más profesional descubrí el grado medio de técnico deportivo ecuestre. Y fui a estudiar a Mioño, en Cantabria, para ser profesora de equitación”, dice.
Ejerció seis años en una hípica de Lasarte. “Me encanta enseñar y estuve muy a gusto allí”. Después, “no por nada en especial”, dio un giro a su vida laboral. “Mi mente dijo, ‘igual es momento de cambiar’. Tampoco cambié drásticamente porque sigo con los caballos y haciendo lo que me gusta. En vez de enseñar, me dediqué más al caballo. Corresponde a su salud, nos centramos en cómo se mueven y que estén cómodos. Ser herrador es como ser un podólogo”.
Sin estudios homologados, un herrador se forma en escuelas privadas. En su caso, en la de Manuel de la Rosa de Córdoba. “También había en Madrid, Barcelona... me llamó la atención la de Córdoba, me gustó la dinámica, que era todo muy práctico. Y no me falló el instinto”.
Fueron tres meses intensivos “como en una familia” tras los que le surgió la oportunidad de trabajar en Zaragoza. Allí se marchó. “Cuando fui al curso no esperaba que me fuera a gustar tanto, pero estoy encantada. Tengo la posibilidad de ver a diario la evolución de mi trabajo, y me encanta. Estoy muy a gusto, me tratan súper bien y hay muy buen ambiente”, afirma.
El oficio le tira: “Me gusta poder decir que ese caballo está más cómodo gracias al trabajo de aplomo que hacemos. Su casco crece continuamente. Según se apoye, su posición o su morfología, puede crecer más de un lado o del otro. Nuestro trabajo es hacer que esté cómodo, recortamos y limamos lo que es necesario para que apoye correctamente. Y a los que lo necesitan les ponemos un herraje específico o uno normal”, dice.
“Hay caballos que pueden trabajar perfectamente descalzos, y otros que por su morfología y crecimiento del casco necesitan un refuerzo con una herradura”, añade.
En Zaragoza un equipo de tres personas se reparte el trabajo, a razón 7-10 caballos de media al día. “Aquí soy la única mujer herradora, y por el norte creo que también. Puedo confundirme y que haya alguna... si la hay ojalá conocerla”, detalla sobre un oficio eminentemente masculino. “En Córdoba estaba yo sola, pero suelen pasar chicas por ahí. No es tan extraño”. El suyo es un oficio “poco conocido. Como no es precisamente fácil ni poco duro, porque requiere mucho esfuerzo físico, no atrae tanto. Te tienes que hacer autónomo, una inversión potente... hay que arriesgarse. Puede que haya pocos herreros, pero nos mantenemos”.
Un oficio no exento de peligros porque “hay caballos que tienen más sangre y hay que tener más cuidado. Alguna patada y algún mordisco me he llevado, también sin ser herradora. Son animales que son presa, su instinto es defenderse y huir. Si hay algo que no les cuadra o no lo están entendiendo, no todos, pero en los más nerviosos su instinto es defenderse. Alguna que otra coz puede caer, pero son gajes del oficio”.
La herradora destaca “la forma de expresar tan natural y tan sincera” de los caballos. “Según te ve venir y le ves cómo te mira, ya sabes qué día tiene. Es un vínculo muy distinto al de un perro o un gato. El hecho de llegar a un sitio y que un caballo se te acerque y se quede, es confianza. Todo este sentimiento que transmiten es maravilloso. Y me gusta poder ser la voz del caballo, entenderlo y transmitir al que no lo entiende. Me parece un vínculo muy fuerte”, argumenta.
Desde hace cuatro años, Rebeca tiene su propio caballo, un cruzado de lusitano y español con el que disfruta en sus ratos libres. Siempre vinculada al mundo animal, y agradecida “por el apoyo de mis padres y el de mi profesor Manuel de la Rosa, que me enseñó y me transmitió la pasión por este trabajo”.