La caída del muro de Berlín propició un cambio urbanístico radical en la ciudad mártir de la Guerra Fría. Una metamorfosis prodigiosa que llegó con la recuperación del estatus de capital y cuyo rostro menos amable son los estragos sociales de la especulación inmobiliaria.

Del Berlín de 1945, barrido por los bombardeos aliados, al que el 13 de agosto de 1961 amaneció partido por el muro, o el que el 9 de noviembre de 1989 vivió la noche más hermosa: son muchas las cicatrices acumuladas sobre la ciudad-estado y capital alemana.

Treinta años después de esa noche en la que nadie sabía qué pasaría al minuto siguiente, Berlín es una capital atípica. Una ciudad en permanente construcción con tres óperas nacionales y 175 museos, pero sin un aeropuerto internacional digno de la primera potencia europea. Es la gran pieza pendiente, o el gran lamparón, para una capital y una ciudadanía que llevan estoicamente bien el cartel de “en construcción”.

La caída del muro marcó el fin de la Guerra Fría para Berlín, para Alemania y para el resto del mundo. Los 3,4 millones de berlineses quedaron inmersos en un proceso de reunificación exprés materializado en el Tratado de Unidad, que entró en vigor el 3 de octubre de 1990.

La clave de la gran transformación se derivó, en realidad, de la decisión tomada en junio de 1991 por el Bundestag (Parlamento federal), aún en Bonn, tras once horas de debates y por solo trece votos de diferencia (337 a favor, 320 en contra).

Ahí se sentenció el traslado de la capitalidad desde Bonn, a orillas del Rin, a Berlín, a 65 kilómetros de Polonia. Fue una decisión política, que rompía un tanto el espíritu federalista y descentralizado a favor de una capitalidad fuerte. Berlín se convirtió en centro del poder de la Alemania agrandada, con más de 80 millones de habitantes.

La entrada en vigor del Tratado de Unidad -y extinción de la República Democrática Alemana (RFA)- se saldó en once meses. La gran mudanza del aparato gubernamental y parlamentario, más su correspondiente funcionariado, llevó años.

Con el traslado se operó la gran metamorfosis urbanística y social en una ciudad que, en tiempos de la división, fue un oasis subvencionado para eternos estudiantes, en el oeste, y la capital de la RDA, en el este. Reubicar el centro del poder de la gran potencia europea implicó repartir espacios y ministerios entre nuevos edificios y antiguas dependencias prusianas, del Tercer Reich o de la Alemania comunista.

El viejo Reichstag se reeditó como sede del Parlamento (Bundestag) y el departamento de Trabajo quedó instalado en lo que fue el Ministerio de Propaganda nazi de Josef Goebels.

Se necesitaron ocho años de preparativos y 10.000 millones de euros para albergar a los recién llegados. La remodelación del barrio gubernamental discurrió en paralelo a la construcción de nuevas edificaciones de hormigón, acero y cristal junto al río Spree.

Al socialdemócrata Gerhard Schröder le correspondió el honor de estrenar la nueva Cancillería -apodada Die Waschine, la lavadora, por recordar a ese electrodoméstico-. Pero primero tuvo que acomodarse en un domicilio provisional entre desabridas viviendas prefabricadas. En lo que había sido tierra de nadie en tiempos del muro surgió la nueva Potsdamer Platz, un complejo de multicines, restaurantes y centros comerciales.

gentrificación El gran desembarco del funcionariado se consumó en 1999. Por entonces la palabra gentrificación no estaba aún en boca de todos. Pero probablemente a esa época corresponda su certificado de nacimiento, en lo que respecta a la percepción ciudadana berlinesa.

La recuperada capital alemana atrajo a arquitectos como Norman Foster, Rafael Moneo, David Chipperfield, Daniel Libeskind, Santiago Calatrava, Renzo Piano, Arata Isozaki o Peter Eisenman.

Entre tanto trasiego urbanístico y monumental cayeron algunas señales de identidad del ciudadano del este. El Berlín de los alquileres prodigiosamente bajos quedó engullido por la revolución urbanística, política y social. El precio de la vivienda, de alquiler o propiedad, de nueva construcción o no, se disparó. Asomó la precariedad

El ciudadano sufre las consecuencias. Pero resiste, como lo hizo a los bombardeos aliados o al trauma del muro.