arece una eternidad, pero solo han pasado tres semanas desde que el PP se impuso en las elecciones de Castilla y León. Una victoria pendiente de concretar todavía en el Gobierno autonómico -sigue sin estar claro qué papel va a jugar Vox-, pero que llevó a Pablo Casado a proclamar un cambio ciclo “imparable” en España. Veintiún días después, Casado y su guardia pretoriana son ya historia del partido. Y lo que iba a ser un paseo hasta La Moncloa ha acabado siéndolo un fin de ciclo.

Son muchos los motivos que han provocado la caída del líder de la oposición, que cabalgaba firme en las encuestas convencido de su victoria electoral. Así lo han relatado al menos aquellos medios afines que durante los últimos meses habían presentado al líder de PP como alternativa real y solvente al Gobierno de Pedro Sánchez. La ficción era tan artificial que se ha caído en apenas una semana.

El golpe de mano de Isabel Díaz Ayuso ha sido el detonante de la crisis interna en la derecha española, pero las causas de fondo tienen que ver más con la falta de solvencia en el discurso, la ausencia de rigor en las propuestas y, sobre todo, con la indefinición ideológica a la que el partido se ha visto arrastrado tras la irrupción de la extrema derecha. La polarización puede ser una herramienta cuando eres la única alternativa, pero acaba siendo un problema cuando a tu derecha hay alguien más radical que tú. Que se lo pregunten si no Ciudadanos.

Así que es relativamente normal que los cuadros con más experiencia y peso dentro del partido hayan aprovechado la debilidad interna para forzar un relevo. Y que lo hayan hecho además en la dirección que más le conviene al PP. La de la centralidad, la seriedad y la moderación. En medio de la lucha de egos infantil y hueca en la que se había perdido el PP de Casado y Díaz Ayuso, Alberto Núñez Feijóo surge como una figura adulta capaz de poner orden en el caos.

Al final, los herederos del aznarismo, aquellos que iban a liderar una nueva derecha desacomplejada en su guerra cultural contra la izquierda, han acabado deborándose entre sí. Propiciando la vuelta triunfal del marianismo, esta vez sin Mariano Rajoy, pero con la vieja guardia al frente otra vez de los mandos del partido. A un año de las elecciones generales, el PP se vuelve a poner serio.

Los populares han comprendido bien dónde estaba el problema y cuál era la solución. En la disyuntiva de competir con la extrema derecha desde la diferenciación (como en Galicia) o desde la asimilación (como en Madrid), han optado por la única vía que les garantiza llegar al poder. Porque más allá del ruido mediático interesado que emite la capital, el PP sabe bien que Madrid no es España, y que las elecciones se ganan con la desmovilización a la izquierda y desde la reagrupación de la derecha en torno a la única sigla con opciones reales de Gobierno. Y marcar diferencias con Vox es la mejor forma de evitar la fuga de votos.

La diferencia entre UPN y el PP

La operación es clara y tiene todo el sentido del mundo. Pero tampoco es seguro que vaya a tener éxito. En primer lugar, porque la sobreexcitación a la que ha sometido a su base electoral durante los últimos años ha creado el contexto ideal para el crecimiento de la extrema derecha, que no va a tardar en coger la bandera de la agitación que abandona el PP. Y en segundo lugar, porque el aznarismo habrá perdido la batalla, pero sigue vivo. Cayetana Álvarez de Toledo y la propia Ayuso ya han dejado claro que no renuncian a su particular pulso ideológico. Ni dentro ni fuera del partido.

Un escenario muy similar al que vive UPN, que tras siete años en la oposición no ha acabado de definir qué tipo de proyecto quiere. Una ambivalencia que explica la airada reacción de una parte de la base electoral, que no acaba de entender el acercamiento estratégico al PSOE, su principal y único aliado posible en Navarra, pero que se ha convertido en el enemigo a batir mientras no corrija su política de alianzas.

A diferencia del PP, UPN todavía tiene pendiente de resolver su propia crisis de identidad y, en cierto modo, también de liderazgo. Un proceso de reflexión que debe afrontar en medio de la ruptura interna que de facto se ha producido ya en la derecha Navarra. La reacción de Sergio Sayas y Carlos García Adanero estos días tras su expulsión apunta claramente en esa dirección, y no parece improvisada. Quizá no haya masa crítica suficiente como para propiciar una escisión, pero los diputados cuentan con un relato claro y coherente con lo que ha sido la derecha los últimos años. Y UPN va a necesitar una línea política más solida y estable para hacerle frente. Porque muy posiblemente en las próximas elecciones habrá una candidatura alternativa en su espacio con opciones de entrar en el Parlamento.

En cualquier caso, en ese reequilibrio de fuerzas la llegada de Feijóo juega en favor de UPN, y es posible que facilite también la reedición de Navarra Suma. Una coalición en horas bajas que tiene precisamente en la debilidad de sus integrantes el principal y seguramente único argumento para repetir la alianza una legislatura más. Solo queda por ver si Esparza cuenta con autoridad interna y valentía suficiente para hacer la ciaboga que requiere el partido, o si será necesaria una nueva derrota electoral para que el regionalismo acabe de aterrizar en la nueva realidad política navarra.

Los herederos del aznarismo, los que debían liderar una derecha sin complejos, han acabado facilitando la vuelta a un marianismo sin Mariano

El PP ha comprendido cuál era su problema y dónde estaba la solución. UPN no parece tenerlo tan claro