Habían pasado muchos años desde el incendio de Grand-Pré, cuando con la marea baja partieron los barcos atestados, llevándose a una nación consigo, con todos sus dioses, al exilio, un exilio sin fin y sin par en la historia… Sin amigos, sin hogar, sin esperanza, vagaron de ciudad en ciudad, desde los fríos lagos del norte hasta las ardientes sabanas del sur… Su historia está escrita en las lápidas de piedra de los cementerios”.

Así narró Henry W. Longfellow el exilio de los acadianos en el poema Evangeline. Ocurrió entre 1755 y 1764, cuando el gobernador británico de la provincia de Massachusetts, William Shirley, ordenó desalojar Nova Scotia al considerar que la población era hostil a su causa. Alrededor de 12.000 civiles de todas las edades fueron arrancados de sus hogares, y desterrados.

Al menos una tercera parte murió de malnutrición, frío, enfermedad o naufragio. Muchos de ellos eran Mi’kmaq, o descendientes de bretones, franceses y vascos. En palabras de Longfellow, el fuego de la guerra se elevó “como una luna de sangre trepando a través de los trasparentes muros del cielo; se extendió titánicamente sobre el horizonte y estirando sus cien manos sobre montañas y prados, amontonó enormes sombras”, generando muerte y destrucción.

Así comenzó la Guerra de los Siete Años en América, en la que muchos vascos lucharon y murieron hace hoy 260 años. El teniente francés Louis Coulon de Villiers, describió a los vascos como “excelentes tropas” que habían sufrido numerosas bajas en la expedición contra Fort Bull en 1756. Durante el asedio de Fort William Henry en 1757, soldados vascos combatieron junto a regulares franceses en unidades provinciales o como irregulares.

Ese mismo año, el oficial francés Pierre Polot mencionó que el Régiment de Béarn, que contaba con tropas vascas, había luchado con gran distinción. En 1758 el regimiento estuvo al mando del teniente vasco Jean-Baptiste d’Autremont en la batalla de Carillon, donde estuvieron estacionados en el flanco derecho, rechazando múltiples ataques británicos. Coulon de Villiers escribió que los vascos habían luchado con gran determinación un año más tarde en defensa de ese mismo fuerte en 1759. En la batalla de Fort Niagara de junio de 1759 formaron parte del Régiment Béarnaise bajo el mando del general Louis-Joseph de Montcalm. También participaron en la batalla de Quebec (1759), luchando en la primera línea y sufriendo graves pérdidas. Tropas vascas destacaron en la batalla de Sainte-Foy en 1760.

En el ejército británico

Algunos vascos lucharon en el ejército británico. John Campbell, comandante en jefe de las fuerzas británicas en América del Norte entre 1756 y 1758, tenía vascos a sus órdenes en mayo de 1757. En el invierno de 1759, Jeffery Amherst, comandante en jefe a partir de 1758, escribió que los vascos se habían comportado notablemente en el campo de batalla. Algunos de ellos combatieron en junio de 1758 en el ataque británico a Louisbourg en julio de 1758. Tropas vascas participaron en la captura de Fort Carillon en julio de 1759 y Fort Crown Point en agosto de 1759. Durante la batalla de Fort Niagara, William Johnson informó al general Amherst que los irregulares se habían distinguido. Bajo su mando, algunos lucharon a las órdenes del general James Wolfe participaron en el sitio y captura de Quebec en septiembre de 1759. También hubo soldados vascos en ambos ejércitos durante la batalla de Montreal en 1760 que puso fin a la Guerra de los Siete Años en América del Norte. Amherst escribió a William Pitt en 1761 que las tropas de infantería ligera, entre las que se encontraban la mayor parte de los vascos, se habían distinguido en la campaña.

Durante algún tiempo, voluntarios vascos estaban a las órdenes del coronel británico Guy Carleton. Este subrayó sus habilidades como guías, batidores y exploradores y sus tácticas de infantería ligera. El coronel James Howe dijo que “los oficiales vascos hacen un ruido despiadado, maldiciendo a los hombres en su propio idioma, que nadie entiende excepto ellos”, pero añadió en una carta al gobernador Charles Lawrence que siempre habían cumplido con su deber.

Comandantes de ambos bandos elogiaron la efectividad de los tiradores vascos. Durante la Batalla de Carillon, Louis-Antoine de Bougainville escribió a Montcalm que los vascos se distinguían por su puntería. El general John Forbes informó a Amherst en 1758 que había reclutado a un grupo de tiradores vascos y el oficial John Knox señaló que eran particularmente diestros en el uso de sus fusiles y excelentes tiradores. Los vascos también fueron conocidos como ingenieros. El marqués de Du Quesne, gobernador de Nouvelle France entre 1752 y 1755, escribió que los vascos eran expertos ingenieros que ayudaron en la construcción de Fort Duquesne y otras fortificaciones de la zona.

Reputados corsarios

Eran también reputados corsarios desde hacía dos siglos; la mayoría de los buques corsarios al servicio de la corona de Francia durante la Guerra de los Siete Años fueron fletados en Baiona y Dunkerque. También operaron corsarios de Bizkaia y Gipuzkoa en aguas del Caribe, muchos de ellos de la Compañía de Caracas, los cuales colaboraron indirectamente con el esfuerzo bélico francés al atacar naves británicas. Entre los corsarios más activos de esta época se encontraban Vicente Antonio de Ikuza, que fue apresado por los británicos en 1762, y Antonio Urtesabel que entre 1759 y 1774 se hizo con un número impresionante de buques holandeses.

Sin embargo, más allá de su destreza con las armas, las fuentes contemporáneas coinciden en subrayar el dominio vasco de determinadas rutas comerciales trasatlánticas entre el Golfo de Bizkaia y el Caribe, así como entre la Nouvelle France y Lapurdi. En Louisbourg, por ejemplo, uno de los más importantes puertos comerciales de Nova Scotia, el euskera era la segunda lengua, después del francés. Allí existió un importante núcleo de artesanos y comerciantes vascos entre los que figura Michel Daccarrette, que murió durante la captura de la ciudad por los británicos en 1745. En una carta al ministro de marina Antoine Louis Rouillé, el general Montcalm escribió en 1758 que los vascos eran esenciales para el comercio de la colonia. Por todo ello, ambos bandos entendieron la necesidad de atraerlos a su causa.

El general Wolfe escribió en 1759 que tenía a sus órdenes a unos vascos y que era fascinante ver cómo marchaban cantando al son de la gaita “generando una armonía muy agradable”. Tan sólo unos días después Wolfe y Montcalm habían muerto, y el paisaje de Quebec era otro: “La tormenta había cesado, y el sol brillante de una mañana de septiembre relucía sobre los muertos, los moribundos y los vivos, contraídos, pegados en una espantosa confusión, contra la muralla y en el foso. Los vencedores y los vencidos estaban allí mezclados en agonía y muerte, y por ninguna parte podía verse el orden silencioso y la disciplina de un ejército victorioso. Los gemidos y gritos de los heridos, las maldiciones de los moribundos y las oraciones de los penitentes se elevaban en un coro confuso y terrible al son del crepitar de llamas y el rechinar de la madera”.

Thomas Gray había escrito años antes en su Elegía en un cementerio rural que “el camino de la gloria sólo conduce a la tumba”. Incluso para aquellos para los que el propósito de la vida no es evitar la muerte, la muerte no tiene propósito alguno.