SE levanta a las cuatro, reza siete veces al día, no prueba la carne y apenas habla ni ve la televisión. "Si tienes vocación, el monasterio es una gozada, pero como no la tengas, es peor que una cárcel, porque en prisión tienes visitas, puedes llamar por teléfono... Aquí no". Aunque su vida es más austera que la de los presos y su dormitorio más modesto que una celda, el recién nombrado abad de La Oliva, Isaac Totorika, irradia felicidad. Consciente de que puede resultar extraño, este ermuarra en la recta final de la cuarentena interrumpe su silencio voluntario para compartir un rato de su día a día. "No quiero ser bilbaíno, pero a muchos les diría que no saben lo que se pierden por no conocer la vida monástica", afirma con una espléndida sonrisa.

Totorika realizó la profesión simple en el monasterio de Zenarruza (Vizcaya) el 15 de agosto de 1995 y la profesión solemne el 31 de julio de 1998. En diciembre de 2007 fue ordenado sacerdote y desde enero de 2009 era superior titular de Zenarruza.

Un monaguillo "predestinado"

"Una prima me dijo que de niño ya les celebraba la misa"

Cerca de dos horas y media de carretera separan el frenético Bilbao, capital de la tierra de Totorika, de un micromundo desconocido en el que trece monjes cuecen, a fuego lento y racionando las palabras, sus vidas. Con el maletero a rebosar de expectación y algunas ideas preconcebidas en el fondo de la guantera, el coche deja de rugir a un par de kilómetros de la localidad navarra de Carcastillo, justo enfrente del Monasterio de la Oliva. La puerta está abierta. Un cartel ruega no contaminar a voces el silencio que cultivan. Pero los pájaros no saben leer y trinan alborotados entre los cipreses. Silencio y trinos, una codiciada sinfonía para los urbanitas. A la izquierda, en la pequeña tienda en la que venden, entre quesos, pulseras y vino, un dvd titulado Así nació el islam, un monje se afana en doblar trapos sobre el mostrador. Hace frío y, servicial, propone caldear la espera junto al fuego, en el salón donde reciben a las visitas. En el trayecto un pantalón de chándal asoma bajo su hábito y le sitúa en este siglo.

El olor y los quejidos de la lumbre entretienen los sentidos hasta que llega Isaac Totorika, un abad que, despojado de su ropaje monástico, podría pasar desapercibido en cualquier partida de mus. Acaba de llegar de Córdoba y, tras nueve horas de viaje y una cabezada de apenas diez minutos, no hay atisbo de cansancio en su rostro. Afable, ofrece café y se presta a hacer de guía. No sólo por el monasterio del que es abad. También por su vida.

De padre carpintero y madre tintorera, nacido en el seno de una familia numerosa de las de "ir a misa y cumplir con los mandamientos", Isaac -a diferencia de su hermano Carlos, alcalde de Ermua- estaba predestinado para la vida religiosa. "Fui muchos años monaguillo y el día de mi ordenación sacerdotal una prima me dijo que cuando éramos niños ya les celebraba la misa", relata.

Tras trabajar una década en la tintorería familiar, una Semana Santa echó una mano en la tienda de los monjes de Zenarruza, quienes terminaron eligiéndole al cabo de los años primer prior. "A raíz de aquellos días, comencé a cuestionarme por qué no vestirme la camiseta cisterciense. Mi familia me hacía de abogado del diablo, haciéndome ver las pegas que podrían surgir, pero siempre me apoyaron". Superada la treintena, aquel joven de Ermua, que "disfrutaba con la cuadrilla y los compañeros de la parroquia", se despidió de todos y entró de novicio en La Oliva, adonde ha regresado como abad diecisiete años después.

separado de su vida anterior

"El primer día sentí mucho frío físico y mucho calor humano"

Un badajo repicando perturba la calma de la Iglesia y alerta a Isaac. Son las cuatro y media, hora de estudio y trabajo. "Vivimos a base de campana", dice, antes de retrasar las manecillas de la memoria hasta el día en que atravesó la puerta del monasterio por primera vez. "Recuerdo tres sensaciones: mucho frío físico, mucho calor humano por parte de los hermanos e incertidumbre ante la nueva vida".

Además de madrugar -"a nadie le agrada oír el despertador y menos a las cuatro de la mañana"-, también le resultó difícil, recién puesto el hábito, mantener los labios sellados. "Lo que más me costó fue el silencio, por mi forma de ser. Echaba de menos a la familia y los amigos, pero, como dice Jesús, el que por mí deje padres, casa, hermanos, encontrará cien veces más casas, padres y hermanos, y así lo experimento y disfruto", da fe.

Aunque al principio recibía noticias de los suyos con cierta frecuencia, la cadencia de los contactos se fue ralentizando. "La primera vez que vine a hacer una experiencia de quince días los de mi cuadrilla se presentaron aquí al de una semana. Mi madre me solía llamar y también mis hermanos". Sonríe al recordar, ahora que ya ha aflojado los lazos. "Para ser monje uno tiene que vivir el silencio y la separación de la vida anterior. Si tú estás todo el día llamando a tu casa, sigues allí aunque estés aquí. Uno tiene que romper un poquitín con esa relación. Si no, no te integras".

Un monje "sufridor del Athletic"

"Nuestra austeridad es la de los ricos en África"

Pudiera parecer que el silencio absoluto es manjar de muertos, pero Isaac lo oye a diario y está lleno de vida. Sobre todo, interior. "De primeras el silencio te asusta, pero cuando hay un clima de oración, de encuentro con el Señor, de buscar esa paz, al final te agrada. No hay que hacer esfuerzo", asegura. Suena sincero, pero uno se imagina enmudecer un instante y la ansiedad le impide ponerse en su lugar.

Al atravesar los jardines, confiesa que aún no ha tenido tiempo de enfundarse "el mono de faena" y empuñar las tijeras de podar, pero asumirá, al igual que hacía en Zenarruza, su cuidado. El paseo por el claustro culmina en la sala de visitas, donde un monje, con una chamarra sobre el hábito y botas de monte, se dirige a la farmacia del pueblo a comprar unos parches.

En la cocina de la hospedería, este abad que no acaba de asimilar que lo es -"me siento supernervioso cuando voy el primero de la fila"- describe un menú similar al de un postoperatorio. "Son comidas frugales, pescado, verduras...". La dieta, justa para alimentar el espíritu. Y la parrilla televisiva, casi vacía. "Sólo vemos Informe semanal y el telediario del sábado. Nuestro ocio es el Señor. Nuestra vida está tan llena que no hay tiempo ni necesidad de ver la tele", afirma.

Con el ordenador reservado para enviar e-mails y estudiar, de las noticias se enteran por el diario, aunque alguno habría agradecido tener un transistor. "Había un monje en Zenarruza que era un forofo y sufridor del Athletic y el domingo por la tarde, cuando se cruzaba contigo, te decía: ¿No habrá oído usted qué ha hecho el Athletic, no? y el lunes a la mañana le estaba esperando a la cartera para ver el periódico", cuenta divertido. Pese a lo minimalista de las habitaciones y lo sobrio de sus vidas, Isaac matiza. "Nuestra vida es austera, pero vivimos en el siglo XXI y en Occidente y, por lo tanto, nuestra austeridad es la de los ricos en África". Tras la despedida, aderezada con un apretón de manos y un par de besos, Isaac se retira. En la Iglesia, vacía, se hace, por fin, el silencio. Ensordece y cautiva. Irrumpe la campana. Son las seis y media, hora de vísperas. En la penumbra se perfilan las siluetas de los monjes, una de ellas encorvada. Comienzan a orar y las palabras de Isaac cobran sentido. "No es posible vivir sin vocación en el monasterio".