No es cierto, aunque podría serlo conociendo al personaje y de acuerdo con su carácter y su ingenio, que en la tumba de Groucho Marx ponga esa frase de “Perdone que no me levante”, que se le atribuye. Y tampoco que en la lápida del generalísimo más generalísimo, Francisco Franco, aquel meteorológico “fresco general procedente de Galicia”, la inscripción sea la de que “Hizo el bien y el mal, el bien lo hizo mal y el mal lo hizo bien”. Pero que muy bien.
El caso es que en el extenso lapìdario del mundo mundial, hay (demostrado queda) de todo, como en botica o en aquellas entrañables tiendas “de oportunidad” según gente a la que le va este asunto de buscar y rebuscar curiosidades, e incluso de escribir y publicar libros de notable interés sociológico (Celtiberia Show o Tus amigos no te olvidan de Luis Carandell, un ejemplo) y también ensayos (Las esquelas y los cambios de mentalidad o la Colección de esquelas del navarro y más cercano Ricardo Ollaquindia) amplia y perfectamente documentados. Y la verdad es que la muerte, esa cosa tan seria y que nos propina tantos palos y todos los días, da para mucho.
En la lápida, en general, se hace saber y se deja constancia de lo que hay en lo habitual, el siempre clásico “aquí yace...”, panteón de la familia tal con la relación de miembros fallecidos y sus fechas de nacimiento y óbito mayormente, y algún otro detalle que recuerda (o distingue) al finado, desde el símbolo de la Cruz de Malta, hasta sus inclinaciones masónicas o de cualquier otra índole, como las armas o herramientas que el susodicho utilizó en vida. Y no faltan, a la vista está, las que quienes se lo tomaron con filosofía (¡qué remedio!) como el escritor catalán Josep Pla, de quien se dice que en el momento postrero tuvo la grandeza de espíritu de desearse ¡passeu bé! (a pasarlo bien) a sí mismo.
El caso es que la muerte no deja (no nos deja) impasible a nadie, lo que es humano y lógico cuando nos arrebata de forma irreparable a un familiar o a un ser querido, pero cierto es que, como se ha tenido ocasión de leer en fecha reciente, buena culpa de lo que es pura cuestión biológica al margen de los sentimientos la tiene una sociedad influida por la iglesia, sea cual sea y con excepción de las que aseguran y prometen un más allá paradisíaco. La muerte es, antes más, el momento supremo de afrontar el bien y el mal, a Dios o al diablo (con minúscula, porsiaca) y el tránsito hacia el cielo o el infierno, y se nos ha presentado siempre como algo oscuro y tenebroso, inducidos a “sentir miedo” ya que así somos más manejables y sumisos y ¡ay de tí si te sales de nuestro dictado y de nuestras normas!
todas hieren En la torre de muchos templos, dicen que sobre todo allí donde existió o existe algún reloj de sol, figura el incontestable proverbio latino: Vulnerant omnes, última necat (todas hieren, la última mata) que se refiere a las horas. En Iparralde se puede ver en Azkain, Sara y otros pueblos, al otro lado de la muga, allí en el estado donde el pensador frances François Mauriac (Nobel en 1952) afirmaba que “el hombre es el único animal que sufre, porque sabe que va a morir”.
Pero hay gente que se lo toma con mejor (¿?) o cierto humor, y puestos a dejar también deja testimonio de ello. “Aquí yace X.X., víctima de un médico estúpido y de dos balas de plomo”, o ese postrero “Montoro cabrón, ahora ven y cobras”. Y por ejemplo en México, donde el Día de Muertos (Todos los Santos) es una de las grandes festividades del año y los cementerios se convierten en espacio de alegría y concierto contínuo de mariachis, decía el escritor Octavio Paz que “la indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”.
Por supuesto que estos alardes de ingenio, de conformismo o de que me quiten lo bailao y conmigo no conteis que yo me piro, resultan más asumibles y agradecidas (¿graciosas, irreverentes?) como espectador que como protagonista. Es igual que el albañil de una obra de César Vallejo que “muere y ya no almuerza”, o la salida del maestro Juan Eraso Olaetxea en un batzarre de Elizondo al anunciar el alcalde que había que tratar un asunto “importante” del camposanto y preguntó: “¿Qué pasa, que se han quejado los inquilinos?”, lo que provocó todo un caudal de carcajadas además de alguna voz puede que más sensata reclamando “un respeto”. Esa lápida de Juan García que se ayudó de “un fósforo un día, fue a ver si gas había...y había” resulta, además de justificante de la causa por la que “acá yace”, de todo punto ingeniosa y carcajeante, en una cuestión sobre la que ya se dice que es “esa cosa tan seria”. Aunque no todos se la tomen así.