A Pogacar le entusiasmó el fotograma para la historia que logró de víspera en la cima del Portet, su primera foto victoriosa de amarillo. Tanto le gustó la imagen, que pidió una copia en Luz Ardiden, el último gran desafío de un Tour que es suyo desde hace días. El esloveno recreó en la montaña de clausura la escena del festejo ante Vingegaard y Carapaz, que son la instantánea de París. “Ha sido una locura volver a ganar de nuevo”, dijo el líder. Pogacar miró hacia atrás cuando venció la montaña. Es un acto reflejo, un tic, porque nadie puede estar delante de él. El esloveno volador es el futuro que regenta el presente. El líder alzó el brazo. Puño arriba. En su mano, estrujado, su segundo Tour. Joseba Elgezabal, su masajista y hombre de confianza, le dio un par de palmadas en la nuca tras la conquista, que aguarda el descorche en los Campos Elíseos. Será un Tour en diferido.

El esloveno liquidó la carrera en los Alpes. En los Pirineos talló su grandioso monumento. Las montañas son suyas. También el reloj. El ciclismo le pertenece. Vingegaard, el rostro pálido, a 5:45 en la general, asumió el poder del esloveno con un saludo en el que deponía las armas. Carapaz, tercero a 5:51, realizó una genuflexión. Gloria y honor para el líder. Pogacar se lo quedó todo en Luz Ardiden, donde Pello Bilbao, corajudo, avanzó otra plaza en la general. El gernikarra es noveno. Se mantuvo a flote entre los mejores. Urán se hundió. En Luz Ardiden, Pogacar sumó otra postal. Un souvernir más en su paseo por el Tour.

La carrera amaneció convulsa tras el registro de la policía francesa el miércoles por la noche en busca de sustancias dopantes en el hotel y el autobús del Bahrain. Los investigadores no encontraron nada. La respuesta del Bahrain fue que Mohoric se adentrara al centro de la tierra amarilla del Tour. El esloveno y Alaphilippe, el hombre de todos los colores, se anudaron en el Tourmalet, el mito, la leyenda, el puerto que es una eternidad. Jacques Goddet descubrió el potro de tortura. Octave Lapize, el primer vencedor en su cima lisérgica, alucinante, bramó contra la montaña. “Sois unos asesinos”, espetó a los organizadores. Lapize puso el pie en aquella Luna en la tierra. Llegó a pie a la cima tras escalar entre tierra y piedras. Así comenzó la leyenda. El mito creció en 1913. Philippe Thys fue el primero en pasar por la cumbre, pero la gloria la agarró Cristophe. Sufrió la rotura de la horquilla y recorrió 14 kilómetros a pie, hasta una herrería de Sainte Marie de Campan. Él mismo reparó la bicicleta. Tardó cuatro horas, pero siguió.

A fuerza de costumbre, de tantas veces que ha posado su aristocrática fotogenia en la pasarela que va hacia París, el Tourmalet parece menos despiadado. Es un espejismo. Como cuando uno repite el itinerario a casa y cree que es más corto porque lo conoce. En realidad, el pantagruélico Tourmalet no deja levantar la vista. La visión es rueda y asfalto. El sonido, el del jadeo y la saeta de la pena. A Mohoric y a Alaphilippe les apaleó la montaña. Gaudu, Guerreiro y Latour tomaron las solapas del Tourmalet, que comenzó con el paso del UAE y terminó con la marcheta del Ineos, que liquidó a Urán, atrapado en las fauces del cepo británico. El colombiano implosionó, derruido por dentro, entre ecos de nada en una montaña asesina. En las alturas, el Tourmalet se encapotó. Se colaban las nubes gris marengo y la neblina. Fraile buscaba a Latour y Gaudu, que hicieron cima en silencio.

Gaudu cortó el hilo que le unía a Latour en un descenso kamikaze que señalaba el dedo del sol, despierto en la otra cara del Tourmalet. Fraile, Guerreiro y Poels atraparon a Latour. Pogacar, el líder que no padece, se protegió en la bajada tras ascender el Tourmalet sin más agobio que el de la cremallera de su maillot cerrado. A Pogacar no le atraviesan ni las balas. El pelotón absorbió a todos salvo a Gaudu antes de afrontar el reto de Luz Ardiden, que recuerda a Roberto Laiseka en el estallido del Euskaltel-Euskadi en la Grande Boucle veinte años atrás. Luz Ardiden encendía la luz naranja, el color de la marea del entusiasmo y la efervescencia del ciclismo vasco. Ineos desenrolló su alfombra a la espera de que se consumiera Gaudu, horneado, que dio el último trago de agua. Brindaba por él.

LA AMBICIÓN DEL LÍDER

Pogacar lo hace por su segundo Tour. El líder disfruta de su propia burbuja dorada. El Ineos estaba empeñado. El líder pasaba revista a sus súbditos. Pello Bilbao, cosido a la agonía, resistía. En una carrera de eliminación cada palmo cuenta. El gernikarra celebraba el desplome de Urán, un náufrago en el Tourmalet. La derrota del colombiano empujaba al vizcaino hacia arriba. La culebra de Luz Ardiden asfixiaba. Majka, alfil de Pogacar, pastoreó al grupo. Despegó al Ineos con el péndulo del crucifijo. Se trataba de sostenerse. Asomarse y brotar era un asunto quimérico. En ese ecosistema, solo el líder asumió su estatus. Pogacar, ambicioso, se estiró. Arrastró a Vingegaard, Carapaz, Kuss y Mas. El resto se quedó sin respuesta. Voraz y hambriento, Pogacar huye del conformismo. El esloveno lo quería todo de nuevo. El podio de París subía la última gran montaña del Tour. Después de un par de intentos de Mas, el líder se quedó a solas con Vingegaard y Carapaz. Pletórico, caníbal, en Luz Ardiden repitió la escena del Portet. Pogacar colecciona fotos en su segundo Tour.