Según la página web elhuevo.org, “Un huevo fresco debe venderse al consumidor en los 21 días posteriores a la fecha de puesta, aunque se puede consumir hasta la fecha de consumo preferente indicada en el estuche, que es 28 días desde el día de la puesta”. Pero, ¿sabríamos calcular o calibrar esa frescura?

La frescura del huevo es un factor de calidad. Tiene su máxima calidad (y frescura) en el momento de la puesta. Con el paso del tiempo se producen cambios que afectan a su estructura y permiten diferenciar un huevo más fresco de otro que no lo es tanto.

Un huevo muy fresco tiene una clara consistente, en la que se distingue claramente una zona alrededor de la yema más gelatinosa y consistente, sobre la que flota la yema, que tiene silueta de semiesfera. Alrededor de esa clara densa hay otra parte de clara más acuosa que se extiende en el plato.

Durante el almacenamiento el huevo pierde agua a través de los poros de la cáscara y en su lugar entra aire que se acumula en una cámara, un espacio entre las membranas testáceas. Cuando el volumen de agua evaporada es mucha, el aire ocupa mucho espacio y el huevo flota en el agua. Por eso el popular truco de poner el huevo en un recipiente con agua y comprobar su flotabilidad

La velocidad del proceso depende de las condiciones de conservación (humedad y temperatura exteriores)

Volviendo un momento al tema de la porosidad de la cáscara, mucho cuidado con almacenarlo al lado de otro alimento oloroso o de fuerte aroma, este puede traspasarse al interior del huevo y darle un sabor extraño que quizá no sea gastronómicamente interesante.

Por la misma razón, no es conveniente lavar la cáscara con agua antes de guardarlos ya que puede absorber humead y agua y con ella entrar microorganismos de todo tipo. Si hay que ahacerlo, menjo caundo se vaya a consumir, justo antes de cascarlo.

Con la pérdida de agua, la clara se vuelve menos consistente y las chalazas (los filamentos que sujetan la yema en el medio de la clara) pierden firmeza y la yema se desplaza hacia la cáscara. Además, la membrana de la yema también se debilita y es más fácil que se rompa al cascarlo.

En el plato, o en la sartén, la yema ya no sobresaldrá sobre la clara como una semiesfera, sino que parecerá aplastada y con una clara menos consistente y líquida. En lugar de firme y voluminoso, el huevo parecerá flácido.

Esto no lo hace menos apto para su consumo, ni que haya caducado, pero por prudencia, conviene cocinarlo más. Mejor en tortilla, revuelto o bien cocido que frito, escalfado o en una salsa de mayonesa.

¿El color de la yema es significativo?

Sobre el color de la yema se han oído muchas cosas, entre ellas que su color más o menos intenso es indicador de calidad del huevo o que la gallina está más o menos bien de salud.

No es cierto. El color, que puede ir de un amarillo a un naranja oscuro solo es una muestra de la alimentación del ave.

Si la gallina se alimentó con mucho trigo, pondrá un huevo con una yema de color amarillo claro. En el otro extremo, si en su dieta ha abundado el maíz o la alfalfa, entonces pondrá un huevo con una yema más oscura naranja. El motivo no es otro que la presencia de caroteno en los alimentos, algo de lo que tanto el maíz como la alfalfa tienen en abundancia.

Aunque esto es así y confíes plenamente en tu abastecedor de huevos, hay veces que este bonito color naranja se obtiene de gracias a algunos colorantes alimenticios. Muy legales pero que sólo sirven para eso, para colorear, para satisfacer determinadas demandas del mercado.