El pasado febrero unos turistas chinos mencionaron por primera vez el coronavirus al guía de safari keniano Michael Kimani. Cinco meses después, la pandemia le ha forzado a convertir su todoterreno en un puesto rodante de frutas y verduras, al igual que a cientos de compañeros con los que recorría la sabana.

"Unos turistas chinos nos dijeron que existía en su país una enfermedad llamada corona, nos dieron incluso mascarillas, pero nos lo tomamos a broma. Nunca creímos que pudiera ser algo tan desastroso", explica Kimani, de 38 años, mientras protege una docena de coles bajo una lona publicitaria decorada con un león.

"No les sienta bien el sol", musita. Un mes más tarde, el 12 de marzo, el Gobierno keniano declaraba su primer caso de covid-19; el día 25 prohibía el transporte aéreo y, 48 horas después, sumía al país en un toque de queda nocturno que ponía fin a cualquier escapada ociosa. El turismo, y con él muchos de los dos millones de empleos que sostenían esta lucrativa industria, desaparecieron del mapa. "Esa fue la primera vez que escuché hablar del coronavirus y la última que tuve dinero en los bolsillos", resume este padre de tres hijos, quien a mediados de abril y harto de no hacer nada decidió madrugar de nuevo, pero no para otear felinos, sino para comprar verduras al por mayor en el condado rural de Nyandarua y venderlas después en Nairobi como única vía de supervivencia

. La pandemia amenaza con arrastrar a la extrema pobreza a 58 millones de personas solo en África subsahariana, según datos el Banco Mundial, además de menguar en ocho millones de personas una hasta ahora creciente y emprendedora clase media compuesta por 170 millones de africanos (el 14% de la población del continente).

SIN TURISMO

"Nos encontramos arrodillados, a punto de colapsar y perecer", comenta Salim Ahmed Omar, de 50 años y fundador de la ahora fantasmagórica agencia de tours Safari Exposure, con sede en Nairobi y en la que trabajaban otras cinco personas.

"En marzo y abril les pagué el salario entero; en mayo, la mitad; y en junio, nada", se lamenta Ahmed, quien calcula en 35.000 dólares las pérdidas solo de las reservas que tenía cerradas hasta septiembre. Al no haber safaris, tampoco hay trabajo para los numerosos conductores sin contrato de los que dependen agencias como la suya, quienes diligentemente recogen a los turistas extranjeros en el Aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi para sumergirles horas después en las más codiciadas sabanas o cumbres africanas. Martin Wanjohi, de 48 años y padre de tres hijos, era uno de ellos: dedicado al turismo desde 1996, su desmembrado Land Cruiser al que le ha extirpado seis asientos traseros transporta ahora patatas, cebollas y tomates por las polvorosas calles de Ruai, un barrio en el este de Nairobi, donde con suerte consigue volver a casa con unos 500 chelines al día (4 euros).

"Solo ese montón de patatas grandes cuesta unos 500 chelines", explica Wanjohi apuntado a un balde de plástico que descansa en el suelo, "pero la gente no puede pagarlos". "Kenia ya ha perdido este año 752 millones de dólares (667 millones de euros) a causa del derrumbe del sector de la hostelería", detalló el pasado 29 de junio el ministro de Turismo, Najib Balala, que subrayó la necesidad de invertir en un turismo intraafricano de bajo coste y de fomentar el turismo doméstico.

"Seamos realistas. ¿Turismo local? ¿Cuánta gente hay asalariada? Hablamos de turistas locales cuando la gente ni siquiera puede comprar pan", cuestiona, por su parte, Ahmed, esperanzado porque el Gobierno anunció este 6 de julio la reanudación de los vuelos nacionales e internacionales en las próximas semanas, pero consciente de que no será suficiente para salvar la industria.