AHORA sí que sí. Es cuestión de días. De semanas, como mucho. Quizá no a la vez en todos los territorios de Euskal Herria, pero todo apunta a que muy pronto podremos liberarnos de las mascarillas, por lo menos, en exteriores. No sé si les pasa también a ustedes, pero desde que ha empezado esa oficiosa cuenta atrás, me ha nacido una cierta ansiedad. Es como si fuera más consciente de que llevo una tela sujeta por una goma a las orejas que me tapa la nariz y la boca. Y eso que estoy entre los afortunados que ha tenido una relación de lo más llevadera con ella. Sí es verdad que hasta que descubrí determinada milagrosa bayeta antivaho, me tocaba ir prácticamente a tientas con las gafas empañadas cuando llovía o hacía frío. O que en días de calor, subir una cuestecita con la bici se me hacía el Tourmalet. Pero, en general, he sido capaz de portarla sin mayores problemas y, además, con la conciencia de que me estaba protegiendo y protegiendo a los demás. Y no solo contra el covid, sino, como parece que ha quedado demostrado, contra muchos otros de los virus cotidianos. Siendo como era de una bronquitis, una faringitis y no sé cuántos constipados nasales al año, he pasado los últimos quince meses sin mucho más que la tosecilla de exfumador que me asalta de tanto en tanto para que no olvide mis viejos pecados. Así que no voy a dejar de celebrar el instante en que deje de ser obligatorio su uso al aire libre, pero algo me dice que incluso cuando la liberación se extienda a los espacios a cubierto, seguiré llevando un par de ellas en el bolsillo para usarlas en situaciones concretas. Y estoy seguro de que no voy a ser el único.