Ángel Echeverría nunca había pensado en África, pero un cura de Tudela le habló acerca de la Diócesis de Ruanda y, de pronto, “una voz extraña, emergente de no sabemos qué intimo y secreto fondo nuestro, que nos lleva a ser lo que tenemos que ser”. Ortega y Gasset se refería a este sentimiento como “vocación” –la de ser misionero–, pero Ángel prefiere llamarlo “ un fuego interno”. En 1964 engatusó a dos compañeros suyos para viajar a Ruanda. “En la primera misión empezamos a curar los ojos, los dientes, los oídos, etc., y soñamos con construir un hospital”, recuerda el misionero. Y la realidad superó a la ficción en 1974, cuando se puso en marcha el Hospital de Nemba.
“La primera piedra la puso moi”, comenta orgulloso. Lo que no cuenta es que también fue el que prendió la llama por la solidaridad en Navarra. En aquel tiempo, la Comunidad Foral se encontraba en plena crisis clerical y el Seminario estuvo a punto de desaparecer. “Con todo, fuimos por todas las parroquias contando que queríamos construir un hospital en Ruanda y, por insistencia o por humanidad, nos hicieron caso y recaudamos cerca de 50 millones de pesetas”, señala. Después, fueron a países como Francia o Alemania, de donde también sacaron bastante dinero con el que comenzaron a palpar su sueño.
En el año 1972 se pusieron manos a la obra. Con un hornillo de leña fabricaron los ladrillos que iban a conformar la estructura del centro. “La gente de Ruanda nos ayudó mucho y se hizo muy rápido. Éramos gente con mucho fuego interno. Fuimos al corazón de África para ayudar, así que teníamos que empezar lo antes posible con nuestra nueva aventura”, expresa. Además, recibían grandes aportaciones económicas desde Pamplona, donde ya había fraguado la voluntad y el amor. “Nadie sabía qué estaba pasando en África, pero asumían que era un lugar plagado de desgracias. Y así era. No obstante, lo mejor que me ha pasado en la vida han sido mis años allá”. Incluso, cuando las cosas se torcían porque “el amor que recibíamos era inalcanzable”.
Para Ángel, su misión era “ayudar a la gente en su integridad. No solo en el plano espiritual, que para nosotros era muy importante, sino en lo humano. Tan solo queríamos que la vida de allá fuera a mejor”. Por eso, cuando Ángel echa la vista atrás y valora aquellos primeros pasos, los avances que pudo ver con sus propios ojos años después –en 1975 y 1994– y el paso del tiempo sobre aquel hospital en la tierra de las Mil Colinas, se le escapa una sonrisa: “A mí me enorgullece mucho ver que mi sueño sigue para adelante. Todavía no se ha apagado la llama de la solidaridad. Y me hace feliz porque con 90 años puedo decir que lo mejor que he hecho en la vida ha sido haber colaborado en la idea y construcción de ese hospital”, confiesa.
De hecho, recuerda que, para su puesta en marcha, recorrió 15 kilómetros con varios ruandeses para conseguir agua potable, debido a la carestía. “Yo era muy poquita cosa, pero me podían las ansias de que todo comenzara cuanto antes. Era una fuerza casi milagrosa”. Como aquella que le hizo emprender la aventura hasta Ruanda, “Los curas diocesanos, de pueblo, no íbamos a hacer misiones, pero mis compañeros y yo queríamos afrontar ese viaje. Luego vinieron las ganas de seguir soñando, de hacer un hospital. Y lo conseguimos, también con la ayuda de Medicusmundi. El día de la inauguración había 20.000 personas en torno a nuestro edificio de ladrillos que se acercaron a darnos las gracias”, cuenta. De esta manera, tanto Ángel como sus compañeros han seguido durmiendo en aquel sueño de 1972, cuando lo vieron como un imposible, cuando ni siquiera tenían la certeza de que sus años más felices ocurrieron en Ruanda.