Nos traen estos días de final de un curso pandémico la noticia del fallecimiento en Lardero del hermano Jesús Sainz de Vicuña. Como teólogo y filósofo el hermano no se habrá sorprendido de la muerte, e incluso a lo mejor ha tenido ocasión de recibirla con la sonrisa socarrona que prodigaba. Porque, rebosante de inteligencia, este hermano tenía un más que notable sentido del humor. Humor que, como sucede siempre cuando es verdadero, empezaba por reírse de su propia sombra.

Navarro de Los Arcos, en los Maristas de Pamplona el hermano Jesús formó parte de una generación de religiosos que lo mismo daba clase que dirigía el colegio o arreglaba radiadores y ventanas. Porque la obra de Eusa era más que respetable, pero tenía sus cosas. Alumnos y alumnas en un colegio ya definitivamente mixto, encontramos en ellos una atención, un trato, una proximidad y una ciencia que nos hicieron pasar unos cursos, en particular los dos finales, que nos han dejado una huella permanente.

En aquellos años, finales de los setenta, conocimos a Jesús como profesor de francés y disfrutamos del más contundente acento navarro-galo que se haya conocido. Y una colección de películas, Francia vista desde el aire, que para nosotros fueron una notable modernidad pedagógica. Ya en el curso de orientación universitaria nos padeció como profesor de historia de la filosofía, de religión y de uno de esos inefables inventos ministeriales, el seminario de orientación universitaria. Nadie supo nunca de qué iba aquello exactamente, pero tuvo su gracia. Nuestro hermano, curtido de sobra en las tareas de la dirección y de la patronal, sabía defenderse sobradamente ante cualquier ocurrencia legal y llevarla a su terreno. Así que pasaba con total desparpajo de explicarnos la dialéctica hegeliana al Vaticano II, y de éste a donde hiciese falta. Y cuando veía que la cosa se ponía tensa o aburrida, procuraba animarnos y tomarnos el pelo con intervenciones inolvidables, como aquella sentencia que afirmaba que no hay mejor anticonceptivo que mantener con sumo cuidado una aspirina entre las rodillas. Creo que se lo pasaba mejor que nosotros. O, al menos, que iba bastante por delante de nuestras cabezas.

Jesús tenía carácter y genio, e incluso llegaba a ser pasional y duro cuando defendía sus convicciones, que intuíamos profundas; pero con el alumnado era paciente, más bien comprensivo y entregado. La historia de la filosofía de la época, por ejemplo, daba poco juego en clase, por muy memorística, pero será difícil encontrar un profesor que preparase con tanto esmero los apuntes e hiciese tanto por hacerlos comprensibles. Generoso, tuve la suerte de heredarlos cuando me tocó sustituirle en la enseñanza en Pamplona, y puedo dar fe de los muchos libros consultados y las muchas horas de trabajo que se escondían en aquellas páginas. Ya como colegas de profesión intercambiamos papeles, mucho más suyos que míos. Conservo con cariño sus últimos apuntes de historia de la filosofía del colegio El Salvador, el de Bilbao. Dos volúmenes, de Platón a Habermas, que, por extensión y profundidad, ahora causarían crisis existenciales en las aulas. Los tiempos han cambiado, en general a mucho mejor, salvo en lo que se refiere a la comprensión lectora.

Otros harán su biografía con el conocimiento que me falta. Estas son líneas de recuerdo y de agradecimiento. Porque pocas cosas hay tan importantes en la vida como haber tenido buenos maestros.