Nadie, ni siquiera Pedro Sánchez, sabe ahora mismo cuándo se celebrarán las próximas elecciones generales en España. Todo son conjeturas, anzuelos de tertulia, avisos subliminales a navegantes, principalmente soberanistas catalanes. Es una realidad palmaria que la estabilidad del Gobierno socialista depende de un hilo muy fino, sobre todo en medio de tanto ruido escénico, pero es tal el miedo de la nueva mayoría parlamentaria a jugar con el fuego precipitado de las urnas que la prudencia aconseja dejar que las aguas sigan su cauce, aunque cada vez bajen más revueltas y llenas de fango. Ahora bien, debería asumirse cuanto antes, para no desvirtuar más aún esta realidad tan tensionada y contaminada, que cualquier globo sonda y especulación que afloren sobre un supuesto adelanto electoral se fundamentan exclusivamente en clave de reclamar, no sin cierta angustia, un apurado apoyo a los Presupuestos para así alejar el fantasma de unas urnas que casi nadie desea.

El desconcierto se apoderó del Congreso con el shock de la moción de censura. Ahora se ha agravado fatídicamente tras del espectáculo dantesco por garantizarse las servidumbres del Poder Judicial. Sirva como dato que tres diputados del mismo partido son incapaces de compartir en torno a café un pronóstico común a un mes vista. En el PP bastante tienen con lo suyo. Unidos Podemos se desespera porque no sabe si es oposición o muleta del poder. Y en el PSOE, el único cordón umbilical que une a todas las sensibilidades ahora adormecidas radica en el firme convencimiento de que Sánchez quiere alargar como el chicle su actual mandato por encima de reprobaciones, Gibraltar británico, reales decretos, desdenes independentistas y Presupuestos prorrogados. Todo lo demás depende de la sorpresa de cada mañana, sabedores en el grupo que su líder juega con el guiño de los tiempos mientras la oposición se desquicia por su impotencia.

Cual fotografía de situación, el presidente no se recata en paladear con antelación los efectos devastadores que para el futuro inmediato de Pablo Casado supondría el cataclismo muy predecible del PP en Andalucía. Vendría a ser la simplemente consecuencia lógica de una campaña diseñada por el enemigo entre guasaps tan indiscretos y sinceros, mensajes catastrofistas sin un ápice de cariño creíble a la tierra y esos almuerzos de hamburgueserías sin guisos ni camarones. Sánchez se regocija imaginando este inmediato declive de los populares porque le daría mucho oxigeno para alcanzar una tranquilidad de crucero hasta el nuevo año. En paralelo, metería el miedo en el cuerpo de Casado ante el riesgo de las siguientes elecciones porque vería cómo Ciudadanos se le sube definitivamente a las barbas y y Vox confirmaría su escalada mientras se siga hablando de la exhumación de Franco.

No obstante, por el medio fluye una cita importante. El pleno del próximo 12 de diciembre, en el Congreso, se hablará de Catalunya. Muy por encima de las irritantes bufonadas de Rufián -Borrell tampoco debió comer la bajeza de mentir- y de los histéricos gritos de golpistas desde la otra parte, llega un momento decisivo para calibrar el grado de arrojo político de Sánchez ante el problema más grave que aguarda al Estado español siquiera para más de una década. El debate puede suponer un punto de inflexión para oficializar un incipiente clima de entendimiento que ya se está dando por debajo de la mesa y en secreto entre quienes sostienen que la actual situación de bloqueo es insostenible y no beneficia a la sensatez. En caso contrario, si la dialéctica queda reducida a una vuelta más de tuerca, el Gobierno se complica su existencia. En esta adversa coyuntura volvería a emerger a buen seguro la voz templada de José Luis Ábalos, suficientemente autorizada en el entorno de La Moncloa, para recordar con toda intención al presidente el riesgo de desgaste al que le conduciría la ausencia de Presupuestos. Una sistemática acción de gobierno bajo el examen asfixiante de cada decreto resultaría demoledor. Tomaría cuerpo más que nunca la idea del adelanto electoral, aunque son demasiadas voces que discrepan de adosarlo a ese megadomingo del 26-M. Al empeño se sumaría con notoria desesperación Pablo Iglesias, porque vería rota su pretensión de pavonearse de su influencia en el nuevo poder.

Para entonces ya se habrán resuelto en el calendario las ecuaciones del brexit y Andalucía, aunque seguirán sobrevolando las advertencias presupuestarias de la UE y el futuro de la ministra de Justicia cada vez más insostenible. Sánchez seguiría sin inmutarse.