Soy pésimo haciendo pronósticos y me equivoqué cuando afirmé con convencimiento que Sánchez llevaría la legislatura hasta su último minuto. Que la benevolencia de este periódico y sus lectores me perdone. La regla no escrita de cualquier democracia decente impone que si te devuelven los presupuestos tienes que disolver cámaras o someterte a moción de confianza. No parecían esas las intenciones, ni el personaje -siempre dispuesto a justificar una cosa y su contraria, siempre con voz atildada- depositario de grandes principios de moral política. Pero al final hizo lo que debía hacer, y eso hay que reconocerlo y felicitarlo. Se hubiera aplaudido una mayor claridad en la actitud, una expresión previa de intenciones y una afirmación convincente de las reglas del juego que deben ser respetadas. Pero se ha salvado lo fundamental, mucho más allá de ese análisis de conveniencias partidarias que ahora todo el mundo hace. Acantonado, el desgaste hubiera sido mucho mayor, y no tanto para él y los suyos como para la propia legitimidad del sistema representativo.

Si hemos tenido las dos últimas elecciones generales un 20 de diciembre o un 26 de junio, con la gente pensando más en las merecidas pausas navideñas y veraniegas, sólo quedaba buscar una fecha en la que poder organizar este gran supermercado electoral que nos entretendrá próximamente. Entre la elaboración de las listas -va a ser divertido ver cómo los aparatos de los partidos reparten sus efectivos, y sobre todo cómo prometen a unos u otros posibilidades de cargos, desde munícipes hasta europarlamentarios-, las campañas, los pactos previos y posteriores, o la puesta de largo de los nuevos gobiernos, hay mucho para trinchar. Hubiera sido inoperativa una convocatoria conjunta, porque en algunos lugares (por ejemplo, donde eligen cabildos o consells insulares) se hubieran tenido que disponer hasta seis urnas. A cambio tenemos garantizado un ajetreo que empieza al final del invierno y culminará, ojalá, ya entrado el verano. Puede que en todo este tiempo consigamos que no suba algún impuesto o que no surja la ocurrencia de una nueva regulación restrictiva de la libertad de las personas, y eso habremos ganado.

Si en este país hubiera politólogos dignos de tal nombre -no mercachifles dedicados a la pedante elucubración- se estaría ya trabajando en un modelo que explicara hasta qué punto el elector va a ser capaz de distribuir sus decisiones en la conciencia de que por sus manos van a pasar al menos cinco papeletas en un periodo de apenas cuatro semanas. El ejemplo clásico que define la inteligencia distributiva del votante es lo que tradicionalmente pasaba en Cataluña, cuando el PSC ganaba las generales y los de CiU las autonómicas. Las mismas personas optan por unos o por otros según se percibe el ámbito de la representación, la encomienda que se otorga. Es común en la práctica política tratar al elector como masa informe, alelados que se rigen por razonamientos primarios. Así es como se despachan tópicos y se construye cualquier campaña. La realidad es bien diferente, y probablemente eso es lo que vayamos a constatar en los próximos meses cuando tabulemos resultados disímiles entre los comicios de abril y los de mayo. Muy probablemente el elector emplee, de manera más o menos consciente, mecanismos de compensación o de selectividad antes que otorgar todo el beneplácito, reiteradamente, a la misma marca. Además, un minuto después de celebradas las generales las combinaciones que permitan gobernar ofrecerán ya una determinada lectura, y eso hará que el sistema de contrapesos resulte más obvio para muchos. Puede que al derrotado en primera instancia comicios se le redima en segunda, o que la gestión de los resultados nacionales condenen o exalten a cualquiera de los partidos en sus delegaciones locales. La constitución del Congreso y la elección de su Mesa y Presidente tendrá lugar la última semana de la segunda campaña electoral, momento ineludible para la formalización de algún tipo de pacto. Con toda probabilidad el Gobierno de España no quedará definido hasta tener una idea de lo que finalmente pase en comunidades y ayuntamientos. Labor de psicólogos, pues, la de escrutar hasta qué punto el elector soberano va a administrar con perspicacia sus opciones, y cómo va a elaborar sus íntimas estrategias para premiar o castigar según convenga.