¿Qué elegimos en esta nueva cita con las tres urnas que tenemos la ciudadanía vasca, meras listas de partidos políticos o personas candidatas?; ¿será posible para los electores “leer” y captar los mensajes diferenciados o todo quedará mediatizado por las siglas partidistas sin atender a los discursos y a los proyectos diferenciados que están emergiendo en una campaña por el momento menos belicosa dialécticamente y más constructiva?; para los partidos que representan opciones que devinieron perdedoras en las anteriores elecciones generales, ¿hay realmente oportunidad de lograr cambiar de discurso y así poder convencer y reconquistar la confianza de los electores en tan poco espacio temporal?; ¿cabe proyectar sin más los resultados de esos comicios a esta nueva convocatoria previendo una suerte de mimetismo electoral?

Lo cierto es que esta triple cita electoral interpela de nuevo a la ciudadanía vasca en dos claves: la territorial (foral y local) y la supranacional (dimensión europea). Y un factor clave para responder a los interrogantes antes planteados volverá a ser el nivel de participación. Repetir un porcentaje de casi el 75% (concretamente en Euskadi la participación en las elecciones generales del 28 de abril fue del 74,39%) va a ser muy difícil, y ese factor puede ser determinante en el resultado final y condiciona sin duda toda prospección preelectoral o todo intento de extrapolar los resultados recientes, de hace tan solo un mes, a esta nueva y ahora triple elección.

Con mucha más intensidad en la dimensión foral y local que en la europea, esta nueva llamada a las urnas presenta un factor diferenciador importante respecto a la anterior, concretada en que se acentúa la personalización de la política, porque estas elecciones acercan y conectan más si cabe al candidato o candidata con la ciudadanía.

Se ha debilitado la capacidad que los agentes políticos tienen de instrumentalizar las ideologías, es decir, de servirse de ellas como argumento que justifique o ampare cualquier comportamiento. La sociedad no ha disuelto absolutamente sus diferencias; sigue habiendo izquierda y derecha, así como diversas identificaciones nacionales, pero las grandes y tradicionales construcciones ideológicas sirven cada vez menos para opacar cuestiones que son clave para ganarse la confianza de los ciudadanos.

Y al atenuarse el perfil ideológico se ha puesto en el primer plano las propiedades personales de quienes ejercen la política. Nos fijamos en lo que dicen y prometen, sí, pero nos importa mucho más comprobar si ese discurso es coherente y se corresponde con lo que hacen y, sobre todo, con lo que son.

Nuestras preferencias políticas se configuran cada vez más en función de propiedades personales como la ejemplaridad, la honestidad, la competencia o la confianza que suscitan, mientras que las franquicias han entrado en un profundo descrédito. Sigue siendo importante, por supuesto, la referencia ideológica, pero el electorado se fija cada vez más (y sobre todo en elecciones forales y locales) en las propiedades del representante que en los principios representados.