Pasadas las elecciones forales, pendientes aún de conocer el color del próximo Gobierno, cabe abrir alguna reflexión sosegada, constructiva y de fondo sobre el estado de esta Comunidad y su radiografía sociológica. Particularmente, un análisis desde posiciones políticas plurales más allá de lógicas puramente partidistas sobre el grado y persistencia de un acusado antivasquismo en Navarra, sin por ello arrebatarse, entrar en disquisiciones enciclopédicas ni escudarse en parapetos del pretexto para todo. Una observación abierta que interpele a sectores que entiendan los riesgos y perjuicios de un antivasquismo hiperventilado cuando no montaraz, contrario a un abordaje más vertebrado, armonioso y distendido de la pluralidad lingüística y social de esta tierra.

DELIMITAR CONCEPTOS Para hablar de vasquismo, lo primero es evitar reduccionismos y estereotipos interesados, de postal de loma verde, hayedo y caserío. Para muchos, un hermoso paisaje de montaña mientras se quede como tal, y no adquiera otras formas y desarrollos. La calidad del debate mejorará abordando también la recurrente confusión de términos. Vasquismo no es sinónimo de nacionalismo vasco. El vasquismo o el catalanismo rebasan los lindes del nacionalismo. No son equivalencias ni lo deben ser, por más que por dejación interesada se superpongan o puedan compartir ciertos contornos. Este ejercicio definitorio, para el que resulta elocuente el ejemplo de la CAV, no es tan sencillo en un contexto de asimetría nominal, más acusado en Navarra, donde el españolismo niega cualquier carácter nacionalista y en su grado más conservador choca frontalmente con las propuestas del mundo abertzale. Tal asimetría terminológica dificulta un debate oreado y alimenta la categorización excluyente de navarros y navarras de segunda, los nacionalistas, a los que el conservadurismo trata con tanto rechazo o conmiseración.

RIESGOS COLECTIVOS Algunos sectores que no se identifican especialmente con la cultura vasca pero que tienen una sincera vocación integradora deberían sentirse más interpelados en un asunto con una delicada deriva lingüística. Basta consignar que en la confrontación de un sector de la derecha contra el nacionalismo vasco de Navarra se sigue alimentando un totum revolutum de excitación extrema, con actitudes populistas que no se corresponden con el teórico respeto que se aduce por el euskera. Populismo de derechas, pero populismo al fin y al cabo.

Este tipo de conductas, cuando alcanzan un determinado grado de cerrazón, actúan a modo de abrasivo y limitan nuestras potencialidades como sociedad multicultural con talentos repartidos. Convendría de vez en cuando una suerte de auditoría de algunos de los daños causados por ese rechazo frontal, en la medida que un rechazo encendido al euskera inflige un daño colectivo. No solo a los euskaldunes, nacionalistas o no, sino a lo común, a una lengua propia en permanente sospecha o retintín, desde la voluntad de desequilibrar aún más la precaria correlación sociolingüística bajo un prisma que relega al euskera a un marco de obstinación, como si no hubiera política o construcción identitaria en el desarrollo del castellano. Esquematismos que a base de excusas varias, escrutinios y polémicas recuerdan aquel dicho del perro del hortelano. Aquel que ni comía ni dejaba comer.

Para un sector de la sociedad navarra la ideologización per se del euskera es una poderosa fijación, creencia casi inconsciente; automatismo visceral conectado a algo muy viejo: el rechazo y miedo al diferente, que resulta extraño y ajeno. Sustrato de mala educación y falta de prudencia sobre el que cala a chorro el mantra de la imposición. Rechazo a veces tamizado por un discurso más civilizado en el que late también un par de constataciones: un mayor uso del euskera pone de relieve la ventana de oportunidad que supone aprenderlo, y conecta a los euskaldunes de un lado y el otro del Pirineo. Así como el castellano nos inserta en la comunidad de habla hispana, el euskera lo hace en su propio espacio: Euskal Herria. De ahí la euskarafobia de los más destemplados, con capacidad de hacer ruido hasta zumbar en otros entornos.

CUESTIÓN DE EMPATÍA Cabe preguntarse si a medida que sube el porcentaje del conocimiento de euskera en la sociedad navarra, un entorno quien lo ignoran siente más hostilidad por dicha promoción y prefiere revertir los avances. El estudio Nuevos consensos plurales para el fomento de la lengua vasca en Navarra, de Xabier Erize, publicado el año pasado en la revista de Príncipe de Viana a partir de datos de distintas administraciones, deja un indicio de que algo de esto puede haber. En cualquier caso, el estudio recoge un contraste significativo. Una actitud favorable del 33% y una competencia lingüística del 23%. Es decir, aplicando una regla de tres, solo el 14,9%% de quienes desconocen el euskera presentan una disposición positiva a su promoción. Un terreno yermo muy amplio, que sin duda repercute en falta de conciencia sobre los derechos de los euskaldunes.

PROBLEMA CRÓNICO La euskarafobia existe. Requiere más deslegitimación, y esto atañe a todos los partidos, como agentes de influencia pública. También, por supuesto a UPN, cuerpo hegemónico de Navarra Suma. Invocación que parece un ejercicio acumulado de ingenuidad desde la salida de Juan Cruz Alli. Más allá de los discursos oficiales y de políticas de cuota, se da en la sociedad navarra una aversión recurrente, una vibración que se percibe en el día a día de círculos públicos y sobre todo privados. Algo de lo que todos tenemos experiencias y que debería inquietar a cualquiera con voluntad de centralidad. El caso es que UPN, PP y Cs han demostrado sentirse fuertes en el estrépito y han conseguido ser la primera fuerza. El PSN, hoy teórica alternativa, debería tomar nota, y buscar un modelo integrador que por de pronto sirva de contraste y busque hacer pedagogía.