Un problema que se nos plantea a quienes nos tenemos por liberales es en qué momento se justifica la existencia de una regulación pública, una norma coercitiva que tenga por objeto modificar el comportamiento social. Por principio, las injerencias deben ser mínimas si se defiende que siempre es mejor dejar que los ciudadanos adopten sus propias decisiones en el uso de su libertad y su responsabilidad. Pero hay ocasiones en las que esta regla quiebra, o al menos se pone en duda. En 2006 leí un artículo en The Economist que me resultó muy ilustrativo, titulado The state is looking after you (El Estado te cuida). En él se acuñaba el término de “paternalismo suave” para referirse a esta sociedad en la que se acepta un sometimiento un estado niñera que nos protege a todos a cambio de inmiscuirse en nuestras vidas. Ese poder público encargado de mimar a los ciudadanos por su propio bien. Y se ponían varios ejemplos, como los impuestos especiales que se imponen a las bebidas azucaradas para disuadir su compra. Poco a poco delegamos en la esfera pública las cuestiones que deberíamos ajustar mediante decisiones personales, como resistirnos a las latas de refrescos. El dilema liberal consiste en saber justificar cuándo una regulación, incluso una prohibición, está justificada, como lo están las señales de una carretera que nos dicen si está permitido adelantar. En un extremo del liberalismo anida el minarquismo, que es una ideología que propugna que el Estado jamás regule aquello que dos personas puedan acordar por sí mismas.

La reflexión viene a cuento de dos asuntos de actualidad en los que más pronto que tarde habrá que plantear si se quiere imponer una norma taxativa. Se trata del problema del cigarrillo electrónico y del de los locales de juego, ambos con mucho impacto en los más jóvenes. Sobre lo primero, estamos ante un consumo del que cada día conocemos más motivos para estar muy preocupados. Los vapeadores se comenzaron a vender diciendo que eran menos dañinos que el tabaco tradicional, incluso que podrían ayudar a los fumadores adictos a encontrar un sustituto más llevadero. El negocio ha florecido en los últimos años, y lo ha hecho tanto de la mano de las empresas tabaqueras tradicionales como de nuevas start-ups, por igual originarias de China o San Francisco, que venden vapeadores de diseño y cargas de nicotina con sabores. Hoy en Nueva York no es posible encontrar una colilla tirada en una acera, pero sí una cápsula vacía de Juul, un dispositivo especialmente popular entre los jóvenes que tiene forma de memoria USB y ofrece vapores nicotínicos con sabor a frutas. En Estados Unidos ya se han registrado al menos 12 muertes relacionadas con el uso de estos cigarrillos electrónicos. Se conoce poco de los componentes que pueden causar esos colapsos pulmonares, pero parece claro que el cigarrillo electrónico puede matar a quienes lo utilizan. De manera que es lógico que alguien esté pensando si no sería mejor actuar de raíz y prohibir su venta antes que tener que enfrentarnos a un problema de salud pública como el que durante siglos llevamos sufriendo en relación al tabaco tradicional. El otro asunto es el de los locales de juego, que vienen proliferando por las esquinas, y que se añade al de las ilimitadas posibilidades que hay de acceder a las apuestas a través de Internet. El asunto del juego me resulta especialmente asqueroso porque es una industria que se basa en un inexorable análisis matemático de probabilidades que hará que siempre gane el promotor de las apuestas y siempre pierdan el conjunto de los apostantes. No cabe la opción contraria, es una industria que prospera a base de extraer dinero del bolsillo de los incautos, y en ocasiones generar tremendos dramas y ruinas personales. Aún así, la COPE, propiedad de los obispos, no le hace ascos a la publicidad de las apuestas en sus programas deportivos, y hoy es el día en el que tenemos a todo un exministro de Justicia, el inquietante Catalá, trabajando activamente para ese gremio. Eso da una idea de hasta dónde llega la hidra de intereses detrás de las apuestas. Digo que incluso desde la perspectiva más liberal cabe pedir pedir a los poderes públicos que actúen ya, y que actúen con la mayor energía contra esas industrias que directamente viven de generar daños a los más vulnerables.