Este pasado viernes el Estatuto de Gernika ha cumplido 40 años. ¿Hay que promover, como solicitó la secretaria general del PP vasco, Amaya Fernández, “la conmemoración del 40º aniversario”? Conmemorar es recordar, traer a la memoria una realidad, un hecho, una circunstancia. Difícilmente se puede conmemorar lo que no respeta; y respetar significa, si se atiende a su propio contenido hoy todavía vigente, creer en esta norma como base para el crecimiento orgánico de nuestro autogobierno, defender de buena fe las potencialidades que ofrece y dejar de minusvalorar o incluso despreciar todo intento de consenso para lograr su actualización y su modernización.

Nuestro Estatuto es el único que no ha experimentado actualización o mejora alguna. Y no es una mera cuestión estética: un mejor autogobierno requiere un renovado texto estatutario, y hay margen de mejora importante en lo competencial, en lo transfronterizo, en reforzar y ampliar el elenco de derechos de la ciudadanía, en la dimensión social del autogobierno o en la mejora de la gobernanza interna de nuestras instituciones de autogobierno, entre otros ámbitos.

El Estatuto de Gernika ha sido el instrumento jurídico-político que ha permitido la institucionalización de Euskadi. Estos años han demostrado que la confianza en nuestras instituciones y la gestión del autogobierno nos han permitido alcanzar un alto grado de progreso, bienestar y justicia social.

La realidad objetiva es que 40 años más tarde se ha producido una pérdida paulatina del valor del Estatuto de Gernika, proceso que de facto ha supuesto la desnaturalización del autogobierno generando un alto grado de desilusión y una percepción mayoritaria de decepción. En la práctica se está negando por parte del Estado la realidad nacional vasca.

¿Cuál ha de ser la vía adecuada para innovar y garantizar la consolidación del autogobierno vasco? Volver, siguiendo la máxima de Einstein, a los orígenes, al espíritu de pacto que presidió buena parte (no todo) del proceso de elaboración del texto constitucional. Y para ello resulta necesaria e imprescindible una reforma estatutaria que, además de actualizar las bases de nuestro autogobierno, sirva para paliar las causas que han originado el incumplimiento del Estatuto y que aporte garantías jurídicas de salvaguarda del autogobierno.

El carácter pactado de tal relación con el Estado supone la inderogabilidad e inalterabilidad unilateral de lo pactado, tanto por parte del Estado como por parte de las instituciones vascas. Ni el Derecho ni las constituciones poseen otro significado que el de definir un marco de convivencia social. Y no podemos pretender que esa convivencia social permanezca estática. Es siempre dinámica; se construye cada día, se innova y adapta en cada momento a la realidad social. Pero han de respetarse los procedimientos, no cabe dar saltos en el vacío.

Política y Derecho, ese ha de ser el binomio que permita civilizar el debate territorial. Seguridad jurídica, respeto a los procedimientos y voluntad política para permitir la consulta directa a la ciudadanía en torno a cuestiones de especial trascendencia han de ser los parámetros de actuación.

El Estatuto supuso el reconocimiento en el bloque de constitucionalidad del Estado de la identidad del pueblo vasco: una identidad singular, diferenciada, constituida, esto es, determinada y configurada por la titularidad de tales derechos. Los Derechos Históricos servirían así -y no fue otra la intención de los redactores de la Adicional Primera de la Constitución- de engranaje entre el sustrato foral y el constitucionalismo del Estado moderno.

La actualización del autogobierno vasco ha de abocar a una verdadera renovación y fortalecimiento de la naturaleza pactada de nuestras instituciones políticas. No hay pacto sin un sistema recíproco de garantías, de modo que la interpretación y cumplimiento de lo acordado no quede al arbitrio de una de las partes. El proceso negociador habrá de concretarse en un pacto regido por la bilateralidad efectiva, provisto de garantías y condiciones de lealtad recíproca.