ocos países pueden mostrar una estadística perfectamente fehaciente de cómo les ha impactado la epidemia. Consiste en contar de manera precisa el número de infectados y fallecidos, y mostrar la progresión en una tabla legible y que pueda ser analizada por profesionales o por la opinión pública. El valor que tiene esa información es inmenso, porque permite hacer cosas tan diversas como calcular el impacto económico de la pandemia, planificar recursos o encontrar pistas sobre por qué el virus daña más a unas personas que a otras. No creo que en Bolivia tengan un sistema de salud capaz de enumerar los fallecidos y asignar como causa del óbito el Covid-19. Estados Unidos ofrece una fiabilidad limitada, con lagunas, acorde con las desigualdades en el acceso a la sanidad que existen en aquella nación. Pero países europeos como Alemania, Dinamarca, Francia o la misma Italia están contando día a día el número de infectados y fallecidos y reportan una estadística puntual, fiable y útil. España no. A pesar de que el sistema sanitario esté aquí tan vertebrado, donde las comunidades autónomas gestionan sus servicios de salud con notable precisión, y cuando el Ministerio se ha atribuido una autoridad rectora que le permite exigir los datos con sólo publicar una orden ministerial, el desastre estadístico es de categoría mundial. Durante dos semanas se ha congelado la cifra de muertos con la excusa de que se estaba depurando la serie; semanas atrás se eliminaron 2.000 fallecidos del rolde; y durante estos meses la estructura de la tabla ha cambiado al menos siete veces, con datos que entraban y salían al capricho, imposibilitando cualquier análisis evolutivo. Como añadidura, las cifras se emiten oficialmente a través de un documento cutre, un pdf al administrativo estilo, y dan ganas de llorar cuando buscas los reportes de otros países y te encuentras herramientas mucho más útiles y muchísimo mejor presentadas. Aun con todo, lo más importante es que aquí sólo se considera un caso de coronavirus aquel que esté diagnosticado mediante prueba PCR, cuando la OMS propugna que se incorporen en el cómputo también aquellos que hayan sido diagnosticados clínicamente, a través del ojo del médico, no sólo mediando la máquina de laboratorio. Si tenemos en cuenta que en muchos hospitales no se pudo hacer la prueba, por saturación de los equipos, en gran parte de la crisis, tenemos que es obvio que las cifras de casos y de fallecidos es fraudulenta en origen. El drama es que el Sistema Nacional de Salud es una organización perfectamente capaz de hacer bien las cosas, y que sus profesionales y gestores han dado el mayor ejemplo de competencia y entrega frente a la crueldad de la epidemia. Pero en Madrid alguien ha decidido que España se puede permitir el lujo de hacer el ridículo internacional presentando cifras inverosímiles, y de paso dificultar el trabajo de investigación social y sanitaria que nace de los datos. Había una perentoria necesidad de disimular el hecho de que éramos el país con mayor mortalidad por población, y en Moncloa son conscientes de que las tragaderas de la opinión pública son inmensas. Si miente el CIS, que mienta también cualquier Ministerio. Se puede congelar el dato doce días y apenas pasa nada. Cuando se rehace la serie se suma una cifra que nadie justifica de dónde sale, y así se consolida un gran engaño con la apariencia del rigor científico. Mientras se informaba el viernes que los fallecidos en la tabla reconstruida eran 28.315, otros registros indirectos como la estadística de mortalidad del INE, el sistema de vigilancia MoMo, el sumatorio de los propios de las comunidades autónomas, o los que facilita el gremio funerario hablan, coincidentemente, de más de 40.000 decesos. Si la evidente realidad se oficializara y se repudiara el engaño tendríamos que España quedaría en la historia por ser el país en el que más muertos porcentuales ha habido. Y eso tiene unas causas.

No soy nada partidario de hacer un homenaje institucional a los fallecidos. Sólo es postureo político. Lo merecerían también los enfermos de cáncer, ELA o ictus. Veremos el 16 de julio rostros compungidos, un espectáculo fatuo e inútil. Lo que sí se necesitaría es que la honra de esos muertos sea una sanidad mejor dotada, con mayores capacidades técnicas y profesionales, y dirigida por quienes tengan tanto respeto a la verdad como a las víctimas de la enfermedad.

No soy nada partidario de hacer un homenaje institucional a los fallecidos. Sólo es postureo político