l Gobierno de Navarra ha presentado esta semana una parte de los proyectos que van a optar a los fondos europeos para la reactivación económica. Medio centenar de actuaciones por 148 millones que ahora debe validar el Ministerio de Hacienda y remitir a Bruselas para su aprobación y puesta en marcha a lo largo de este año. Una primera remesa que de momento queda lejos de los 3.419 millones de inversión que el Ejecutivo autonómico aspira a captar en los Next Generation. Pero que sirve para alimentar la expectativa en medio de una recuperación económica que está siendo más lenta de lo que se esperaba.

Son en buena medida proyectos ya previstos en los presupuestos de este año, a los que se suman inversiones importantes relacionadas con la digitalización, la protección social o la economía verde. No hay grandes novedades ni proyectos estrella. Y así debe ser. Para garantizar un impacto económico rápido, Europa exige que los proyectos estén en marcha antes de 2023 y finalizados en 2026, lo que no deja mucho margen para innovar propuestas que no estuvieran prediseñadas.

Eso no ha evitado la primera polémica política. Navarra Suma ha reclamado la capacidad de decisión que nunca compartió cuando gobernaba UPN. Mientras que EH Bildu, aliado parlamentario, critica la actuación unilateral del Gobierno, a quien le pide negociar el destino de las partidas presupuestarias que se van a liberar con estas ayudas.

La polémica no irá a más porque la asignación de recursos está todavía en una fase muy incipiente. Pero apunta ya una de las características que va a rodear a las ayudas europeas: todo el mundo quiere participar en el reparto. Del lobby empresarial a los sindicatos, pasando por los grupos de la oposición y los socios del Gobierno foral. Pero ninguno de ellos quiere hablar de la letra pequeña, que en lo que a Europa se refiere siempre suele ser importante.

Y a día de hoy, son más las dudas que las certezas. No está claro cuándo van a llegar las ayudas, con qué criterio territorial se van a repartir, ni el protagonismo que van a tener las comunidades autónomas. Tampoco se conocen las reformas legales asociadas para acelerar los plazos administrativos (a costa de reducir el control público). Ni cuál va a ser el papel del sector privado, donde los fondos de inversión extranjeros, los únicos con músculo financiero suficiente para participar en la colaboración publico-privada que plantea la UE, van ganando un preocupante protagonismo.

Ni, por supuesto, qué condiciones va a llevar asociada una financiación europea que algunos de los estados miembros de la Unión siguen viendo con desconfianza, y que el Tribunal Constitucional alemán todavía podría echar por tierra si se opone a la mutualización de deuda comunitaria.

El origen de esta crisis no es como la de 2008, ni la respuesta europea ha sido lenta y austera como entonces, pero hay algunos paralelismos que convendría no subestimar. Es lo que viene alertando el sindicato ELA, una de las pocas voces críticas con los fondos europeos, y que vaticina un recorte de las pensiones y una pérdida de derechos laborales a cambio de las ayudas.

El recurso a la deuda pública no va a ser infinito, y los cerca de 140.000 millones que va a recibir España (la mitad a fondo perdido, la otra mitad como préstamo) van a exigir contraprestaciones. Si no de forma inminente, sí a medio plazo cuando se restituyan las reglas de estabilidad presupuestaria suspendidas para 2021 y 2022, y el Estado y las comunidades autónomas ya no se puedan seguir financiando con deuda pública.

Una realidad que se ignora ante la urgencia del momento, pero que antes o después habrá que afrontar. Porque más allá de los fondos, la estabilidad de las cuentas públicas sigue siendo un dogma presupuestario en una Unión Europea que sigue permitiendo los paraísos fiscales y admitiendo la competencia tributaria desleal, aun a riesgo de fomentar la desigualdad entre ciudadanos y territorios. Y que, una vez más, vuelve a evitar un debate serio y a fondo sobre la política fiscal y tributaria en el conjunto de la unión comunitaria, mucho más urgente e importante que cualquier otra reforma que se pueda plantear.

Así lo asume el nuevo Gobierno de los EEUU, que prevé subir el impuesto de sociedades del 21% al 28% para financiar su plan de infraestructuras, y que aboga por fijar un tipo mínimo global a las multinacionales que evite la deslocalización tributaria, especialmente a aquellas que obtienen la riqueza de bienes intangibles como los servicios digitales.

Incluso un organismos tan poco sospechosos de tentaciones revolucionarias como el Fondo Monetario Internacional reclama abiertamente una "tasa covid" que grave a las rentas altas y a las grandes corporaciones en todo el mundo. Si no se toman medidas contra la desigualdad, alerta el FMI, existe el "riesgo de un estallido social" cuando se disipe la pandemia. Quizá no sea el mejor argumento para justificar una reforma tributaria de ámbito global, pero si sirve para convencer al poder económico, bienvenido sea.

Cuando en Europa se habla de reformas se apunta siempre al mercado laboral y a las pensiones, pero se omite la más urgente, la tributaria

Ni esta crisis es como la de 2008 ni la respuesta europea ha sido la misma, pero se empiezan a ver paralelismos