l informe ha sido demoledor. Más de 330.000 casos de abusos sexuales cometidos en Francia por sacerdotes o religiosos sobre menores o personas vulnerables desde 1950. El informe, elaborado por una comisión independiente y revelado por los obispos franceses es de tal magnitud, que por extensión a la Iglesia universal y sin ningún ánimo de exageración elevaría casi a niveles de pandemia este tipo de delincuencia soterrada y hasta hace poco silenciada.

Una vez más, y ya son unas cuantas, el Papa Francisco ha expresado públicamente su vergüenza y ha reconocido la incapacidad de la Iglesia para gestionar los abusos de los eclesiásticos pederastas. No deja de ser conmovedora la imagen de un Papa abochornado ante la magnitud de la deshonra que para su Iglesia supone un historial tan turbio, pero ya no es hora de lamentaciones sino de un giro radical por parte de las más altas instancias eclesiales para la depuración de responsabilidades, la honesta investigación de los hechos y la prevención contra esta degradación de los valores que predica.

Produce náuseas describir escenas y escenarios, la lascivia del clérigo dominante aprovechándose del monaguillo, o del alumno en la sordidez de sacristías y despachos colegiales; la turbación y el pánico del agredido, condenado a la vergüenza y al silencio, desequilibrado quizá de por vida. Una escena centenares de miles de veces repetida, impregnando de culpabilidad a la víctima y de impunidad al agresor. Y como tradición perversa, la constatación de que en el seno de la Iglesia el clérigo pederasta ha sido tratado con mayor indulgencia y encubrimiento que el fornicador. Curiosa valoración, deducida del concepto perverso que la Iglesia ha mantenido sobre la mujer como fuente del mal desde los Santos Padres en los albores de la cristiandad.

Las autoridades eclesiásticas, incluido el Papa, puntualmente reiteran que asumen la culpa, que piden perdón de forma solemne y colectiva, pero la realidad es que la práctica histórica de la Iglesia ante estos abusos deleznables no ha ido más allá del silencio, o el traslado, o la sanción privada del clérigo abusador. Y eso, en el caso de que el corruptor fuera denunciado. Experta en lavar en casa los trapos sucios, conocemos más de un correctivo aplicado al delincuente sin ir más allá de una estancia temporal y discreta en un monasterio.

No basta con lamentarse ni reconocer en abstracto la culpabilidad parcial del colectivo. Es urgente que la jerarquía de la Iglesia se implique y colabore con la justicia civil en el esclarecimiento de cada caso denunciado, que se identifique a los culpables y a los encubridores y que sean sometidos a la misma sanción legal que los laicos. Como medida preventiva, es necesario un protocolo riguroso de admisión para evitar la incorporación al clero de personas psicológicamente proclives a inestabilidades o perversiones sexuales. No estaría de más, ante esta sucesión de escándalos, que fuera revisada de una vez la imposición del celibato para los clérigos, origen con frecuencia de desequilibrios personales que quizá tienen mucho que ver con esta lacra que ha causado millones de víctimas.

El Papa pide perdón solemne y colectivamente, pero la Iglesia responde

a la pederastia con

silencio, traslados

o sanciones privadas

Es necesario un protocolo de admisión riguroso para evitar la incorporación al clero de personas proclives a perversiones sexuales