Intérpretes: Orquesta sinfónica de Navarra; Orfeón Pamplonés (director, Igor Ijurra); Nerea Castellot, mezzosoprano; Cristóbal Soler, director. Programa: obras de Remacha, Ondarra, Samuel Barber y L. Bernstein. Programación: Ciclo de la Orquesta Sinfónica de Navarra. Lugar y fecha: Auditorio Baluarte, 10 de diciembre de 2009. Público: el habitual del concierto, casi lleno. Incidencias: El concierto se celebró a beneficio de UNICEF.

lA tarde sinfónica de la orquesta se quedó agazapada en un estado de ánimo sereno, de espiritualidad y religiosidad recogidas. De súplica, también, y, como se hacía referencia a la Unicef, de cierta desolación o desvalimiento, pues éste es el sentimiento que se desprende del angustioso adagio de Samuel Barber. Predominio de la música austera, aunque su entramado sea de indudable riqueza armónica. Y resultado interesante por lo novedoso de las partituras para el público. Hay que decir que no brotó nunca el entusiasmo en los aplausos, no eran obras que acabaran en espectaculares agudos o tuttis orquestales. Pero tampoco puede decirse que no gustaran a los asistentes, convencidos de haber asistido a una velada que hacía justicia a algunos compositores cercanos, y que planteaba partituras que se quieren y se deben conocer.

Comenzó el concierto con La Bajada del Ángel, de Remacha, con material en los atriles muy bien revisado por el que, sin duda, es el mejor divulgador de la música del maestro tudelano: su alumno J.A. Huarte Azparren. Aún recuerdo su estreno en Tudela por parte del Orfeón y la Orquesta Santa Cecilia, recibido con más entusiasmo por los paisanos del maestro que por los gélidos aplausos de esta ocasión. Fue en la catedral y, aunque no se comprendiera del todo su música, se sentía como una meditación sobre algo que se conoce bien. Todavía recuerdo más su interpretación en el Musikaste de Rentería, en plena Transición, y con la tensión que producían los acordes de la marcha real, indispensable cita musical para el que conoce el ritual tudelano.

En cualquier caso, nos sigue sorprendiendo la sabiduría musical de Remacha. El prodigio de cámara que logra con los instrumentos de viento. Muy bien la dramática vocalización de Nerea Castellot. Buena respuesta de la orquesta -todos solistas- y, en especial de la trompeta en pianísimo. Y correcto el coro, aunque el Alleluya le pillara un poco a desmano. Tampoco estuvo muy clara, por parte de la dirección, la explosión de gozo que, a partir de la marcha real, sigue con el alleluya y termina con la pasacaglia, que quiere ser más solemne.

El Tripticum, dedicado a la Virgen, de Lorenzo Ondarra, aunque de gran sonoridad coral, mantiene su espíritu de austeridad gregoriana. Es la orquesta, de considerable grosor y riqueza armónica, la que subraya un canto firme y rotundo de los textos latinos del Magníficat, el Ave María y la Salve por parte del coro. Estamos en nuestra más pura y postromántica tradición coral. Más cerca del universo bruckneriano que de la música popular. Aunque de todo hay. Por eso, la versión, con ser poderosa por parte de todos, la hubiera querido más contrastada. El resultado, a menudo, en esta música, se queda en un mesoforte de arriba abajo. Lorenzo Ondarra, presente en la sala, saludó desde el escenario y recibió el aplauso más caluroso de la tarde.

El adagio de Samuel Barber cumplió su misión. Nos dejó compungidos. Y de los Chischester Psalms, de Leonard Berstein, hay que señalar la estupenda versión del coro, que los domina bien, a pesar de su dificultad en ritmo y afinación. El casi abuso que hace Berstein del intervalo de séptima -por la tradición judeocristiana del número siete- pone en jaque a cualquier coro. El contratenor David Azurza Aramburu defendió bien su parte y dio el timbre requerido por el compositor. No olvidemos que insistía en no ceder este solo a una mujer, ya que quería acercarse al sobrenatural canto del Hijo de David. Buen acompañamiento de la orquesta, con mención para la percusión y para el delicado fraseo del coro en el acompañamiento al contratenor.