El genial pensador bilbaíno Miguel de Unamuno acuñó la frase que titula esta columna y que supone un grito de irónica rebeldía frente a la indolencia, pasividad y casposidad de la sociedad española enfrentada al reto de competir con los países europeos de hace casi un siglo.
La práctica de la piratería respecto de los derechos de propiedad sobre las creaciones de variopinta naturaleza es ancestral y está marcada a fuego en el ADN de quienes copian, piratean, roban y manejan las ideas, proyectos y propuestas novedosas de los demás.
En el campo de la programación y producción televisiva se producen similares planteamientos y prácticas bucaneras con una alegría inusitada y una abundancia de actuaciones que parecería aceptado social y jurídicamente que las ideas de otros se puedan copiar, calcar y repetir con un pequeño retoque, para conseguir copia, encima, mejorada.
Por ello, las parrillas de la tele, de pronto, adquiere tono policial, y las cadenas programan series policíacas, o se ponen todos los platós a bailar y nos empalagan de cha, cha, cha, merengue, tango o cañí pasodoble. Y todo ello con desparpajo, como si cada cadena hubiese descubierto el dorado de su felicidad en la audiencia.
Cada uno va a lo suyo y no le importa arrollar los derechos de propiedad y por eso si tú pones a Jordi Évole en un ejercicio de periodismo ficción, yo pongo a Risto Mejide en una entrevista a pie de butacón y la vida sigue igual y aquí copia todo dios y nos sonríe la felicidad y las cadenas se pasan el aviso de copyright por el arco del triunfo y así nos va, de repetición en repetición y de copia en copia, y las teles se calcan y prueban lo que ha funcionado en consumo y con descaro sumo una presentadora se parece a otra y un formato es clónico de otro que ha triunfado. Como dijo don Miguel, para qué esforzarse, si currelan ellos.