pamplona - Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) afronta sus propios fantasmas en esta novela de seres dolientes que escapan de su sufrimiento sin saber que este les seguirá hasta que le planten cara. La pérdida, la violencia, la locura y la obsesión se dan cita en esta historia localizada en un paisaje bello y abrupto como la propia vida.

¿Cómo lleva la gira de promoción del Nadal?

-Está siendo intensa, pero me la tomo como una experiencia que vete a saber cuándo se repetirá. Estoy yendo a muchos sitios que de otra manera igual no podría ir; sitios como clubes de lectura en Almería, en Málaga, en Melilla... Y eso me gusta mucho porque los encuentros directos con los lectores me apetecen más que otro tipo de presentaciones.

En diversas entrevistas ha comentado que este premio supone un espaldarazo, un salto en su carrera, ¿en qué dirección?

-Puede ser un salto hacia el abismo (ríe) o un salto hacia delante... No, yo lo decía en un sentido personal. Llevo un montón de años escribiendo, todo sabemos lo duro que este esto y hay momentos en que piensas que no lo vas a conseguir, que da igual el éxito que tengas fuera, las traducciones que te hayan hecho, porque en casa, por lo que sea, no lo vas a lograr. Hay momentos en que te vienes abajo y cuando te llega un premio como el Nadal, que para mí es uno de esos que todavía tiene enjundia literaria, de alguna manera te están diciendo que vas por el buen camino y que sigas por ahí. El espaldarazo es personal. Si esta es la vida que he elegido, tengo que seguir en esta dirección. Además, este premio lo ha ganado gente a la que admiro, que he leído muchísimo y que considero los estándares de la literatura española, así que para mí es muy importante, claro.

En La víspera de casi todo ya desde el título coloca al lector en actitud expectante.

-El título se refiere a esa idea de que siempre estamos pendientes, a punto de que nos pase algo. Hay gente que se pasa la vida como en hibernación esperando un momento de catarsis, que aparezca una señal en el horizonte que les marque el camino. Cuando la verdad es que la mayor parte de nuestras vidas pasa de una forma bastante anodina y si nos pasamos el tiempo esperando un milagro, ese milagro no llega. Es esa idea de que casi todo está a punto de suceder, pero tú tienes que hacer algo para que suceda.

Arranca con dos asesinatos, y a partir de ese momento nos cuenta las consecuencias que esos acontecimientos tienen en la vida de los personajes principales. ¿Por qué ese punto de partida?

-Es una manera de defenderme a mí mismo de la idea que la gente tiene de novela negra o de novela policíaca, en la que lo que importa es el crimen, la investigación y todo lo que sucede a su alrededor. Y a mí lo que me interesaba era mostrar cómo la violencia nos puede destruir por dentro; cómo un hecho violento que nos sucede en la infancia nos marca por dentro y tiene consecuencias. Pareciéndome terribles, las muertes de Amanda y del hombrecillo no son lo terrible de la novela. Lo terrible es que Germinal no puede parar. El niño que lleva dentro le dice que pare porque se está destruyendo, pero no puede. Ahí está la idea de que el 80% de lo que somos viene de lo que fuimos y no lo podemos controlar, porque condiciona nuestro carácter, nuestra visión del mundo, nuestras relaciones con los demás...

¿Y eso se puede romper?

-Sí, y, en ese sentido, creo que la propuesta de la novela es valiente. Lo fácil sería pensar que estos personajes van a acabar como empiezan y que, por ejemplo, Germinal va a terminar pegándose un tiro. Sin embargo, no lo hace, se agarra al clavo ardiendo de resolver el caso de Paola, se va a casa, se abraza a su mujer... Me parece muy bonita la capacidad de resiliencia que podemos llegar a tener, y que seamos capaces de dejar atrás lo que fuimos para dar un paso y ser otra cosa.

Estos personajes han sufrido mucho y, como dice, nos dejan la sensación de que incluso de lo más oscuro se puede salir.

-Fíjate, si yo planteara una historia normal -entre comillas, porque esto de la normalidad también es para reírse-, la evolución de los personajes no tendría sentido. Lo que tiene sentido es que cuando uno ha sufrido lo que han sufrido Paola, Germinal o Mauricio, sean capaces de salir de ahí, de ese pozo en el que poco a poco puedes hundirte. ¿Por qué? Pues porque en la vida normal, lo suyo sería que las personas fueran amargadas, autodestructivas o se convirtieran en psicópatas. Sin embargo, ellos se van agarrando a todo lo que se van encontrando para salir adelante. Cuando me dicen que es una novela muy dura, digo que sí, que lo es, pero también es verdad que tiene un mensaje muy positivo.

Paola y Germinal se cruzan con otros personajes -Dolores, Mauricio, Daniel-, que también arrastran su propio dolor. ¿Las personas con cicatrices acaban por encontrarse?

-Hay un efecto llamada. Es como cuando los perros callejeros se encuentran, se huelen, pero no llegan a engancharse porque se reconocen. Hay una corriente común a todos nosotros que tiene que ver con el sufrimiento, con lo que la vida nos va lastrando y nos va dejando de poso. Y eso de alguna manera nos identifica a unos con otros. Entiendo que vivimos en una sociedad en la que el dolor está mal visto y donde el sufrimiento no se quiere reconocer; nuestro entorno es hedonista, pero a poco que escarbamos en una persona, enseguida sale algún dolor, alguna traición, alguna derrota... Todos tenemos eso en común. Y en el caso de Germinal y Paola, su encuentro primero es anecdótico porque él es el policía al que le toca investigar la muerte de Amanda, la hija de ella, pero luego se ve que ese suceso les marca de manera totalmente distinta.

¿A qué se refiere?

-Paola no quería ser madre y cuando lo es y llega a enamorarse de su hija, la pierde, y a Germinal, pasar por esa situación con esa niña le hace revivir todo su pasado. No sé si era Goethe el que decía que para conocer a una persona hay que provocar una guerra, porque en los límites de la normalidad es donde aflora el verdadero carácter de las personas.

El encuentro de todos estos personajes tiene lugar en un paisaje, el de la Costa da Morte de Galicia. ¿Por qué escogió este escenario?

-Lo conozco porque estuve mucho tiempo casado con una gallega. Y me fascina. Costa da morte es un territorio inhóspito en el que uno se siente pequeño y donde confluye una lucha continua entre los elementos, entre el océano y la tierra. Y te adaptas o te vas. Además, en todas mis novelas busco un paisaje. Si en Un millón de gotas era sobre todo Siberia, aquí me interesaba una tierra nebulosa y tormentosa... Costa da Morte es una tierra de náufragos y yo tengo la idea de que estas personas que van llegando a Punta Caliente, este lugar que me he inventado, son como náufragos de su propia vida. Llegan buscando una nueva oportunidad, desahuciados, y se encuentran con un sitio que no les va a hacer ninguna concesión, pero que tampoco les va a juzgar.

En sus novelas acostumbra a mostrar personajes exiliados, desarraigados, que buscan un lugar para estar en paz e intentar ser felices.

-Sí, y con esta novela me he dado cuenta de que en realidad estaba escribiendo una historia de exilios interiores, de personas que siempre se están marchando de sí mismas. Están bien en un sitio, pero cuando algo les hace recordar, se marchan buscando otro principio, y así sucesivamente. Lo que pasa es que esto no puede funcionar siempre, porque lo que eres acaba emergiendo una y otra vez. Por ejemplo, Paola es una persona que se pasa la vida corriendo, huyendo, pero le llega el momento en que tiene que dejar de correr, pararse y plantarle cara a su propia sombra. En ese punto, o ganas o pierdes; o te conviertes en otra persona o te hundes en lo que eres.

En la novela introduce el tema de la memoria histórica, en este caso la de Argentina.

-Está en todas mis novelas. Juan Gelman dice que hay cosas que no se pueden explicar porque cuando se explican se convierten en literatura, y es cierto, el pasado es un relato imperfecto, pero la palabra es lo único que tenemos para recordar. La oralidad. Y es verdad que, sin la memoria, se distorsiona, se olvida y se manipula. Yo vengo de una generación en la que primaba el silencio sobre nuestro pasado familiar, y desde que me decidí a hurgar en él, me di cuenta de que era un pozo sin fondo. No solo trasciendes la memoria de tu padre antes de ser tu padre o la de tu madre antes de ser tu madre, sino que trasciendes qué era este país antes de ser este país. Es decir, qué podría haber pasado si la República hubiera triunfado, qué podría haber pasado si se hubieran dado una serie de hipótesis. Y en el caso de la dictadura argentina, también me niego al silencio. Cuando estuve en el museo de la ESMA, me di cuenta de que el pasado no se puede convertir en un museo ni solo en un relato que explican los libros de historia. Tiene que haber testimonios vivos, y como los testigos se están muriendo, lo único que queda es la literatura, que a fin de cuentas es una manera de recordar.

Otra de las señas de identidad de su trabajo es la coralidad.

-Intento pegarme lo más que puedo a la realidad, a esa multioralidad que existe en la vida. En nuestras vidas hay un montón de voces disonantes que nos influyen. Y cuando creo una realidad en mis novelas, intento que haya muchas voces para que la expliquen de una manera distinta. Así el lector puede identificarse con alguna de ellas y, además, puede tener una visión coral, global, de lo que sucede. No me gustan los personajes unívocos que lo saben todo de todos. Para eso estoy yo que soy el narrador omnisciente (ríe).

¿Qué queda del seminarista y del policía en el escritor de hoy?

-Diría que el poso, esa balanza constante entre la dureza y la ternura. Creo que tengo la capacidad de tratar temas muy duros, pero desde un punto de vista muy humano, sin caer en la escatología o en lo soez, y eso creo que me viene de mi época de seminarista y también de la de policía. Esa percepción de que la vida no es solo una realidad, sino muchas y hay que entenderlas todas, y que no se puede prejuzgar, sino que hay que limitarse a observar, a dejar que la vida te pase por encima, te meta en esa ola, te sacuda y que cuando salgas de ella, no tengas muchas respuestas, quizá más preguntas que otra cosa, pero sí la sensación de que no existe una sola solución. Y en lo personal, me queda la capacidad de reflexión y haber llegado a un conocimiento de mí mismo que mucha gente, por suerte o por desgracia, no tiene. Yo he tenido que hacerlo y pienso que en este momento de mi vida me conozco lo suficiente como para poder escribir una novela como La víspera de casi todo, que es muy personal.

¿Hay mucho de su propia historia en ella?

-Sí, en esta novela más que en ninguna de las otras. A pesar de que Un millón de gotas estaba dedicada a mi padre, esta es muy personal porque habla mucho de mis propios fantasmas. Me he dado cuenta de que ha llegado un momento en que tampoco puedo seguir corriendo, huyendo de mí mismo, también he decidido pararme, darme la vuelta y afrontar todos estos fantasmas que vienen persiguiéndome desde la infancia.