Pamplona - En la emblemática habitación de Ernest Hemingway del hotel La Perla, otra escritora, Almudena Grandes, destripó su último libro, Los besos en el pan, un retrato de vidas anónimas supervivientes a la crisis que gobierna al país durante los últimos años. Una situación que, por desgracia, parece que va para largo.

Recibió hace unos días el premio de Abogados de Atocha, 40 años después del asesinato de aquellos cinco jóvenes letrados. ¿Qué supone para usted este reconocimiento?

-Me emocionó mucho, aunque también me abrumó un poco. Era la primera vez que el premio no se daba a juristas y se daba a un escritor. Cuando lo recogí, dije que me lo tomaba no tanto como un reconocimiento, sino como un compromiso de seguir haciendo lo que ellos piensan que me ha hecho merecedora de este premio. Me gusta pensar que han premiado a la capacidad de la literatura para influir sentimentalmente en las personas y cambiar la vida de la gente.

Y aunque pasan los años, algunas mentes parecen ancladas sin vistas a evolucionar, como demuestra la circulación del autobús y ahora autocaravana de Hazte Oír.

-El tema de los abogados tiene mucho que ver con esta corrección política basada en la amnesia colectiva que hay en este país y que tiene unos resultados tan nefastos para la salud de la democracia. Lo del autobús es otro rollo, una situación más específica de nuestros tiempos: la defensa a ultranza de la libertad de expresión y ese rescate del prohibido prohibir del 78 tan peligroso. Los viejos demonios que creíamos haber derrotado como el fascismo, machismo o racismo vuelven a aparecer en nuestra sociedad. Hay un rearme con disfraces muy sutiles y aparentemente incluso progresistas, que quizás por eso son más difíciles de identificar y destruir. Respecto al autobús, es sencillo: si la homo fobia y la incitación al odio son unos delitos penados, se aplica la ley, ¿no? ¿No se supone que nos tenemos que creer que se aplica cuando Urdangarin elude la fianza y no le retiran el pasaporte? No puede ser que la ley se aplique en unas cosas y en otras no.

Centrándonos en su trabajo, ha pasado de la posguerra civil a la actualidad, aunque en realidad bien podrían ser también las consecuencias de otro tipo de guerra. ¿Por qué ese paso al momento actual?

-Los besos en el pan es un libro imprevisto, muy vinculado a la campaña electoral de mi marido -Luis García Montero-. Cuando Luis decide presentarse a las elecciones autonómicas de Madrid, yo estaba trabajando en la cuarta entrega de Episodios de una Guerra Interminable, pero vi que no podía con todo, suspendí la escritura para hacer campaña. Tomé contacto con mucha gente: despedidos de Telemadrid, los del ERE de Coca-Cola y Alcatel... Me sirvió para darme cuenta de que había sistematizado una teoría de la crisis y a mí alrededor había un montón de indicios. En aquel momento ya había escrito un montón de columnas de la crisis y este libro tampoco lo habría escrito si no fuera columnista. Los columnistas interpretamos la realidad. Ya había elaborado una teoría sobre la crisis de columna en columna y aquella experiencia en la campaña, ver tan de cerca el sufrimiento de la gente y cómo lo enfocaban me conmovió mucho. Ese es el origen del libro, en el que sin embargo hay muchas cosas que tienen otro origen. Por ejemplo, cuando empecé a meditar sistemáticamente sobre la crisis para escribir una novela, me acordé de una frase que dice mi peluquera que es una definición perfecta: “Antes las señoras venían a peinarse, ahora solo vienen a teñirse”.

¿Es más difícil retratar esta realidad o recordar lo que pasó, como en otros de sus libros?

-Son aspectos distintos. Para escribir Los besos en el pan no he necesitado documentarme. Tenía la seguridad de estar contando mi vida cotidiana, pero era como subirme al trapecio sin red. Cuando cuento el pasado tengo una mochila: la verdad histórica. En este país tan peculiar siempre hay alguien que dice que mi verdad no es la verdad; no obstante hay muchísimo trabajo de historiadores que de alguna forma cubre las espaldas. Por eso el libro está escrito en presente indicativo, pretendo contar una historia que está pasando, ni siquiera una historia que ha ocurrido. Otro problema era el estado de rabia e indignación que tenía cuando la escribí. Eso era lo que más me preocupaba porque escribir con rabia, en contra de lo que la gente cree, es muy peligroso. Hay que mantener la rabia a raya para que no te haga perder objetividad y no te quite espíritu crítico.

La novela es coral, son varios retratos de vidas anónimas de un barrio madrileño que podría ser de cualquier otra ciudad. ¿Pero dónde están los malos?

-En esta novela no los hay, es otra particularidad: los malos no viven aquí. Es una historia de las víctimas, los malos están en otro sitio. Los culpables han pretendido vendernos una crisis económica, pero ha sido una guerra, una guerra de especuladores financieros contra la soberanía y democracias. Unos señores que no sabemos quiénes son se reunieron en un lugar que tampoco sabemos dónde está, pero nos hacemos una idea, y alguien debió decir: “Los europeos viven muy bien para el dinero que podríamos ganar nosotros si vivieran peor”. Esta guerra ha sido particularmente cruel porque el enemigo no tiene cara y no tiene nombre. El botín han sido los derechos y libertades que nuestros antepasados lucharon durante siglos para conseguir. Los gobiernos, de España y otros países europeos, se han aliado con el enemigo, contra los intereses de los ciudadanos. En el siglo XIX eso se llamaría Lesa Traición y les habrían ahorcado; ahora a eso le llaman Sentido del Estado. Decidí contar esta posguerra desde el mismo punto de vista desde el que escribo los Episodios. A mí los personajes que más me gustan son los supervivientes. No hay ninguna hazaña tan digna ni tan esencialmente buena como sobrevivir. En este libro hay un aparejador que cuando se le acaba la subvención lo único que encuentra es un trabajo para estar en una garita subiendo y bajando la barrera, y para mí es un héroe.

Lamentablemente parece que esta situación de crisis seguirá presente durante bastante tiempo. ¿Se ha perdido ya esta guerra o aún queda algo por hacer?

-Las cosas no pasan por casualidad. A finales del siglo XX nos dijeron que la historia se había acabado, que ya no había izquierda ni derecha, ni revoluciones ni dictaduras. A principios del siglo XXI dijeron que el futuro era el autoempleo, que íbamos a trabajar cuatro horas diarias en pijama y las centrales sindicales no tenían sentido. Como consecuencia de la desmovilización laboral, la izquierda europea se desorientó, se desactivó o suicidó, según los países. Y justo entonces vino la crisis. ¿Qué ocurrió? Cuando dijimos “vayamos a las trincheras a resistir” no había trincheras, habían metido un buldócer y allanado. ¿Por qué hemos perdido? Porque hay que volver a cavar. Es muy duro y jodido porque las trincheras que se han perdido habían costado siglos, pero hay que volver a cavar y construir otro modelo de lucha y fortificación. En esta sociedad nada está tan pasado de moda como parecerse a los demás. La publicidad nos anima a ser independientes, inconformistas y únicos, es un individualismo profundamente trivial. La rebeldía en nuestros tiempos consiste en hacerte crestas, perforarte el cuerpo y tatuarte la piel, con lo cual el poder se descojona de risa, la alienta porque le da igual. El problema es que la conciencia de clase es un uniforme y en la medida que aceptemos este individualismo tonto seremos más indefensos, nos costará más trabajo resistir a lo que viene. Por eso creo que esta guerra está perdida, por lo menos el primer asalto.

Tal vez se deberían apagar las pantallas y mirar más a nuestros abuelos, que son quienes saben de qué va la cosa. ¿Reivindica este libro su figura de alguna manera?

-Si yo trajera a mi abuelo a aquí y le dijera: “Mira qué crisis”, se descojonaría de risa, para ellos esto no sería una crisis, sería un contratiempo. La generación de nuestros abuelos tenía una riqueza y fortaleza que hemos perdido. En este país se ha destruido la cultura de la pobreza. Y aunque a muchos les reviente oírlo, los españoles siempre hemos sido pobres. España a veces ha sido el país más rico del mundo, pero los españoles no. El oro de América aquí no dejaba nada, solo el polvo de las carretas. Pero había una forma de vivir la pobreza con dignidad, no era humillante ni vergonzosa, y sobre todo, no era culpable. La pobreza era la vida y la lucha contra ella su sentido. Esa lucha no excluía la alegría, la esperanza, progreso o ilusiones. En los últimos veinte años, cuando nos han dicho que éramos ricos y que siempre lo íbamos a ser, hemos roto con esa cultura y perdido las referencias. Eso es lo único que nos ayudaría ahora a salir del hoyo. Por eso los abuelos son tan importantes en mi libro: por su capacidad de fortificar a los nietos, explicarles lo que hay y darles armas. Ese conocimiento y sabiduría no tiene valor en esta sociedad y es un error, es fundamental para que salgamos de esta.

Y el libro está dedicado a sus hijos, quienes nunca han besado el pan.

-Mis padres nunca besaron el pan, pero tenía tres tías abuelas que me enseñaron a hacerlo. Al principio creía que era una tontería, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que era un gesto complejo. Era una celebración de la comida que había y que antes no había habido y también era un gesto de respeto por el valor de la comida. No he enseñado a besar el pan a mis hijos y me arrepiento, una de las claves de la situación que nos ha hecho tan vulnerables y frágiles frente a la austeridad es la falta de aprecio por las cosas.

En el libro hay también lugar para un negocio chino que causa resquemor y la miseria de una familia marroquí. ¿Deberíamos entender que, al fin y al cabo, vamos todos en el mismo barco?

-Entenderlo es fundamental para edificar un futuro mejor y más justo. A veces oigo a hablar a algunos políticos y pienso: “Esto va hacia el declive absoluto, sin remedio”. Las mujeres jóvenes no pueden tener hijos porque se consiente toda clase de abusos por los empleadores. Hay una guerra sucia contra la capacidad reproductiva de las mujeres jóvenes y al mismo tiempo hay una sensación falsa de que nos sobran inmigrantes y que se llevan el trabajo de los españoles. Y digo: “¿Aquí nadie piensa que aquí dentro de 20 años va a haber un problema de población?”. Es que ni siquiera porque sea tremendamente injusto, sino por puro egoísmo y cálculo deberían cambiar las cosas.

El libro se publicó en 2015, ¿qué ha cambiado en el país desde entonces?

-Han cambiado algunas cosas. Los españoles han comprobado que los radicales populistas que decíamos que la cuestión no era que volviera a crearse empleo sino en qué condiciones se creaba teníamos razón. Ha bajado el paro, hay más empleo y se ha recuperado el consumo pero se está haciendo una propaganda absolutamente falsa de lo que ha sido la bajada del paro. Es verdad que hay menos parados, pero hay muchísima gente con contratos basura. Ha cambiado lo que denunció el director de AC Hoteles: se ha recuperado el negocio pero no se ha subido el sueldo de las mujeres que hacen las camas. Eso es lo que ha cambiado. La crisis fue una guerra, la perdimos y ahora es un negocio para explotar a los trabajadores y mantener los derechos laborales bajo mínimos, esa es la batalla que hay que dar ahora.