Celebro el buen criterio de programación del concierto que nos ocupa: hora y media de música real, con dos obras, sin rellenos, para asimilarlas bien, y para terminar a buena hora (diez menos cuarto), y que la gente no salga despavorida, a coger el autobús. La primera parte dedicada a una obra que no suele estar en el repertorio -cuánto se agradecen estas programaciones-; y una gran sinfonía, en la segunda. Se abre al velada con el concierto para violín y orquesta de Barber -el del famoso adagio-, con un traductor inmejorable, el joven James Ehnes, que la conoce muy bien y la ha grabado. El primer movimiento es de agradable escucha, incluso para una primera audición. El violinista queda, a veces, no tanto sepultado por la gran orquestación, sino más bien elevado, en el vendaval del crescendo. Cuando sobresale el violín, notamos un sonido pulcro, afinado, impecable. En el andante se luce más el solista. A Samuel Barber se le dan muy bien estos tiempos tranquilos: la sonoridad en los graves del violín es muy hermosa, con ese arco largo y tenido que llega a unos matices en piano bellísimos, hasta acabar en la nada. El presto final -rotundamente distinto a lo anterior, por el corte en la composición a causa de la guerra- es una exhibición de virtuosismo del violinista canadiense. Es una parte que requiere una tensión frenética para el solista, pero también para la orquesta. Aquel porque sostiene con pulcritud en las notas, el moto perpetuo; la orquesta -con el director al frente-, porque cuadra milimétricamente la velocidad. La propina de Bach, perfecta: qué formidable pedal, sobre la primera voz.

La segunda sinfonía de Rachmaninoff es una de esas obras que sienta bien a todo el mundo. El entramado de las familias de cuerda de la orquesta -que en el caso de la de Euskadi están convenientemente pobladas, pasando de los sesenta elementos-, se comporta como un bien trenzado nido; acogedor, mullido, sedoso. Una sonoridad envolvente, que, en la versión del maestro Treviño, es generosa, de continuo legato, sin brusquedades, con reguladores que van y vienen sin sobresaltos, con sensación de plenitud, de que todo esta colmado; sin fisuras ni vacíos; con esa cómoda placidez de dejarse inundar por el placer de la música. Y es que la orquesta vasca, mantuvo, siempre, el estatus de la obra: una sonoridad que emana de la cuerda, y a la que las maderas, y los metales -con disciplina y buen gusto- se unen, potentes sí, en los finales del creciendo, pero sin avasallar, respetando la redondez e intimidad de aquella. En el primer movimiento, comienza sentando cátedra la cuerda grave: es fundamental hacerse con esa sonoridad para cimentarlo todo. A partir de ahí, todo es extensivo, pero siempre con frondosidad. Lo que se va añadiendo, hasta el tutti fuerte, parece descansar sobre el musgo. En el segundo movimiento, las trompas -bastante bien- dan paso a la vigorosa perorata entre las familias cordales: intensa y ligera de tempo. En el adagio, con el tema tan conocido, cualquier oyente es elevado a la pantalla de cine: este movimiento nos evoca la música de películas: esa envolvente sonoridad que todos quisiéramos para nuestros momentos cruciales. El allegro final, algo más contrastado, sigue, sin embargo, con el mismo lirismo generoso y sereno. El matiz staccato aligera un poco la cosa; se oyen la flauta y el oboe en filigrana; el final es brillante y optimista. En fin, es todo tan algodonoso y mullido, que da pereza abandonar la sinfonía tan confortablemente habitada.