antón Bruckner y Anatoni Wit. Un binomio impresionante. La quinta sinfonía del primero trasciende el universo terrenal. La dirección del segundo, nos lo muestra con toda clarividencia; nos guía hasta sus inconmensurables alturas. No diré que me ha sorprendido la versión de la Sinfónica de Navarra de la obra -la orquesta está en gran forma-, pero sí que no esperaba tal sonoridad -en calidad y cantidad- de la formación, por otra parte no tan numerosa como otras orquestas que abordan al gran romántico. Sin entrar en menudencias, la sinfonía fue totalmente bruckneriana, desde el primer pizzicato; haciéndose presente la cuerda grave -bravo contrabajos-, con la precisión del pálpito que bombea el primer sonido; rozando el silencio para el oído, pero sintiendo su pulsación. La cosmogonía sinfónica de Bruckner siempre se inicia a partir de un ostinato o un tremolando, que alberga el enunciado del tema principal, el cual culmina en un crescendo potente de toda la orquesta, al que sigue un corte tajante para que se expanda el eco y se recoja en un instrumento solista, que comenta lo anterior, lo varía, o comienza otra cosa. Efectivamente, es como si se sacaran y metieran los registros del órgano catedralicio. Y es, también, como si se tallaran en piedra granítica, los asamblearios corales religiosos. No sé por qué, pero siempre que escucho a Bruckner, pienso en El Escorial. Todo en esta música es grandioso y angular; y, a su vez, lleno de habitáculos delicados donde las maderas son apacibles; y otros, más abovedados, donde la cuerda es balsámica y acogedora (adagio). Pero, lo dicho; para que todo esto no abrume desde el comienzo y llegues, tocado de emociones, pero indemne, al final, hace falta un extraordinario maestro que te guíe -Wit-, precisamente hasta ese final, una especie de “eternidad apocalíptica intensamente anhelada” (Eugenio Trías), que nos desborda placenteramente, tras la sudorosa caminata de la fuga.

Wit, que dirige de memoria, lo controla todo, lo matiza hasta la caricia o lo carga de sonoridad; siempre con la dosificación justa para que nada se haga fatigoso. 1.- Al comienzo expectante de violines y chelos en piano, va a seguir la irrupción del viento metal, que, durante toda la velada, va a sonar empastado, impecable en sus tramos a solo -otra vez el órgano de tubos-; y con una redondez que no avasallará a la cuerda, aún en las conclusiones más atronadoras. 2.- Las maderas -también con gran protagonismo-, impecables. La cuerda majestuosa. Los chelos muy poderosos. 3.- Luminoso y agradable descanso con el tiempo de danza. Sigue asombrando cómo Wit da las entradas hasta a las secciones que parecen pasar más desapercibidas. Alguna mella en la trompa -funcionaron mejor en conjunto-, no daña el resultado final. 4.- De nuevo siguen luciéndose las maderas. Los metales, con todos los registros sacados, coronan la obra. La cuerda, por debajo, alimenta el final a modo de raíces. Apoteósico. Bravos y cinco salidas del director, al que aplauden también los músicos.