No fue Hunter S. Thompson sino Albert Pla. En principio no hay muchas conexiones entre ellos. El primero inventó el llamado periodismo gonzo, un tipo de reportajes en que el periodista se convertía en parte de la noticia. El pasado viernes, el segundo no solo utilizó su persona como parte de la obra que vino a representar, sino que constituyó su único sustrato. Miedo, así se llama el espectáculo, es un viaje al interior de la cabeza de Albert Pla, a sus zozobras, a sus angustias, a su consciencia y a su inconsciencia, a su lado oscuro, a su ello, su yo y su superyo. Experiencias no necesariamente autobiográficas, pero absolutamente reales. Y tan universales que todo el mundo puede sentirse identificado y, por tanto, estremecerse, sonreír, retirar la mirada asqueado, temblar, asustarse y quedar paralizado por el pánico. Algunos van al psicoanalista y se tumban en un diván para exorcizar sus fantasmas. Otros, como Albert, se abren en canal y nos invitan a que nos asomemos al precipicio de sus entrañas, aun a sabiendas de que no nos va a gustar todo lo que veamos.

A la hora indicada, por los altavoces sonaba una voz aniñada que repetía que la función estaba a punto de comenzar y que apagásemos los móviles, acompañada por unos inquietantes ruidos que recordaban a la película Poltergeist. Sobre el escenario comenzaron a proyectarse imágenes técnicamente espectaculares, y entonces apareció Albert Pla, que interactuaba con ellas. Así, sin ayuda de ningún otro elemento ni decorado, parecía que el artista ascendía por unas escaleras, subía a una montaña rusa, se adentraba en un bosque y llegaba a un caserón antiguo. El uso de estas imágenes constituyó el elemento primordial del espectáculo, que se asemejó bastante más a una obra de teatro con algunos pasajes musicales que a un concierto al uso. Tras todos estos periplos llegó la primera canción, con música pregrabada y voz en directo, sobre una muñeca truculenta, seguida de otra que se desarrollaba en un parque y que contenía referencias al acoso infantil. El sonido fue también apabullante, como de sala de cine.

El hilo conductor fue un monólogo que duraría toda la obra. Albert empezó repasando sus miedos infantiles (a los Reyes Magos, a Papá Noel, al ratoncito Pérez...) con su habitual ironía. Para ilustrarlos, una nueva canción con músicos de dibujos animados sobre el escenario (“el ratoncito Pérez me arrancó todos los dientes”, rezaba la letra). Más sangriento resultaría el posterior episodio del circo que terminaría siendo pasto de las llamas, y más mordaz la parte que criticaba la explotación infantil, las guerras en general y el uso de niños soldados en particular.

Era prácticamente imperceptible, pero había en mitad del escenario una tela que lo cubría de extremo a extremo. Algunas imágenes se proyectaban sobre ella y otras sobre la parte trasera, consiguiendo de esta forma una verosímil sensación de profundidad, en función también de en qué parte se situaba Pla. Gracias a los audiovisuales, por ejemplo, parecía que se metía dentro de un coche y atravesaba la ciudad a toda velocidad para atracar un banco... junto a sus padres. Se ha mencionado el miedo, aunque, como en la novela de Hunter S. Thompson, también hubo asco, especialmente en ciertas frases escatológicas y en algunas imágenes que hicieron que más de un espectador apartase la mirada. Se tocaron todos los palos combinando el monólogo y las canciones, el sarcasmo y la ternura, el miedo y el asco. Gran trabajo de Albert, también de Raül Refree, corresponsable de la parte musical, y de los creadores de los audiovisuales. Como todo lo que hace Pla, este espectáculo es inclasificable, pero totalmente recomendable.