pamplona - Michael Frayn escribió una obra de teatro para especular sobre lo que hablaron los dos físicos. Una conversación que, según su texto, versó más sobre ética que sobre ciencia. Copenhague llega mañana al Gayarre con Emilio Gutiérrez Caba, Malena Gutiérrez y Carlos Hipólito, que habla del modo en que ha encarnado al teórico del Principio de incertidumbre.

¿Cómo se siente uno en la piel de un físico nazi?

-(Ríe) ¡Caray! Pues mira, el personaje es absolutamente maravilloso porque es un tipo lleno de contradicciones y de conflictos internos. Apasionante. De todos modos, Heisenberg decía que no era nazi; de hecho, no pertenecía al partido. Fue el jefe de investigación nuclear de Hitler, pero, precisamente, la tesis que defiende la obra de Michael Frayn es que él no fabricó la bomba no porque no supiera hacer los cálculos, como dicen algunos biógrafos, sino porque realmente no quiso entregársela a Hitler. En ese sentido, el autor le salva.

Resulta muy curioso que se haya especulado en libros, obras de teatro y hasta películas sobre aquel encuentro. Y es cierto que algunos defienden que este último no supo hacer los cálculos para la bomba, otros que no quiso...

-Y precisamente con eso especula Michael Frayn, con las distintas posibilidades sobre lo que pasó en aquella reunión. Una reunión que fue corta y que acabó con el afecto que sentían el uno por el otro como maestro y alumno, casi como padre e hijo. ¿De qué hablaron? En ese Copenhague recién invadido por los nazis el jefe de investigación nuclear del ejército de Hitler va a ver a su maestro, que es un judío que está en el punto de mira, y lo hace escoltado por las SS... El autor de esta obra propone que hablaron de ética, de moral, de hasta dónde se puede llegar y hasta dónde el afán de investigación científico hay que controlarlo para beneficiar a la humanidad en lugar de para dañarla.

¿Hace falta saber algo de física cuántica para entender la obra?

-Absolutamente no. A veces hacen formulaciones verbales, pero lo más importante de esta obra es el subtexto más que el texto; ahí se habla de ética, de las consecuencias de nuestros actos, de la necesidad que tenemos de que nuestros seres queridos nos den su aprobación... En definitiva, la obra habla del ser humano en su esencia.

¿Qué me dice de la estructura tan especial que tiene la obra?

-Una de las peculiaridades del texto es que su dramaturgia no es lineal. Aquí el autor va constantemente hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Nada más empezar, mi personaje dice ahora que ya estamos todos muertos podemos hablar de esto, con lo cual sitúa a los personajes en una especie de limbo, en un lugar en el que pueden hablar sin traicionar a nadie, sin sentirse culpables de nada, o sintiéndose culpables de todo, quién sabe. La función va y viene continuamente a ese momento, desde el pasado, desde el futuro, desde el presente, y los personajes a veces narran y de repente entran en una situación y actúan, y de pronto salen de ella para contarle algo al público... En ese sentido, el texto es muy apasionante y creo que, de esa manera, el autor consigue que la atención del espectador no decaiga en ningún momento. Le implica mucho. Nuestro queridísimo director, Claudio Tolcachir, define el espectáculo como un policial cuántico (ríe), y la verdad es que estás toda la función preguntándote qué pasó, como en una novela policial.

Esta es su tercera función con Claudio Tolcachir.

-Sí, la primera vez que trabajamos juntos fue en Todos eran mis hijos, de Arthur Miller; hace un par de años hicimos la comedia francesa La mentira, de Florian Zeller, con las dos funciones estuvimos en el Gayarre. Y como dice el refrán, no hay tres sin cuatro. Es un director al que admiro mucho y al que quiero mucho personalmente. Me gusta muchísimo trabajar con él y siempre digo medio en broma medio en serio, porque sé que no será posible, que todo lo que me queda por hacer querría hacerlo con él. Es extraordinario.

También se reencuentra con Emilio Gutiérrez Caba, con el que hacía casi 30 años que no coincidía.

-Ufff, hace mucho, sí. Hicimos una función que dirigió Pilar Miró en la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Fue La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, una obra que personalmente me dio muchas alegrías porque fue de los primeros protagonistas que me dieron relevancia y visibilidad dentro del oficio. Ahí coincidí con Emilio y ahí comenzó nuestra amistad, que ha continuado a lo largo de los años aunque no hayamos coincidido en escena. Teníamos mucha ilusión por volver a trabajar juntos y me encanta que sea con este proyecto, porque la relación que existe entre los personajes, que es de padre e hijo, de maestro y alumno o de hermano mayor y hermano pequeño, es parecida a la que tenemos nosotros en la vida real. Le admiro una barbaridad, le tengo muchísimo cariño y, además, tanto él como sus hermanas siempre han sido un ejemplo. Los Gutiérrez Caba no solo son excelentes intérpretes, sino que para mí siempre han sido un ejemplo a seguir, no solamente a la hora de hacer, sino también a la hora de estar en la profesión, con una elegancia muy especial.

El elenco lo completa Malena Gutiérrez, cuyo personaje representa de alguna manera al espectador.

-Un poco sí. Interpreta a la mujer de Niels Bohr y de los tres personajes es la única que no es investigadora, aunque sabe perfectamente de qué hablan porque lleva muchos años con su marido y le ayuda en su trabajo. En ese sentido, es el punto de vista del espectador, es la que pide más de una vez en la obra que se hable en lenguaje sencillo. Todas esas metáforas y comparaciones que el autor va haciendo entre la física y la vida, ella las acerca al público. Y también es el punto de vista de un tercero en discordia en la relación tan bonita entre los dos físicos.

Da mucho miedo pensar qué habría pasado si los nazis hubieran conseguido la bomba. Aunque también es sobrecogedor saber que los aliados la lograron y la usaron.

-Claro, imagínate. Hay un momento en el que mi personaje le dice a su maestro que no quiso que Hitler tuviera la bomba porque si la hubiera usado, probablemente Europa habría desaparecido tal y como la conocemos. Imagina que la hubieran tirado en París, en Copenhague o en Londres... Y a la vez interpela a su maestro y le dice vosotros la usasteis. Y no contra Hitler, sino en Nagasaki y en Hiroshima, y los que murieron fueron civiles. La obra también se replantea esa santificación de los aliados, que hicieron cosas muy buenas como luchar contra los nazis, pero también barbaridades en Japón.

Pues parece que no hemos aprendido tanto. Seguimos con la disputa por la energía nuclear; Estados Unidos, Irán, Corea del Norte, Israel...

-Y tanto. A veces el teatro sirve precisamente para eso, para que hagamos ese tipo de reflexiones, como un espejo en el que mirarnos, reconocernos y hacernos preguntas. Y está muy bien que esta función nos diga lo poco que hemos cambiado. Porque la amenaza nuclear sigue ahí, pero también hay muchas otras amenazas. Ahora por ejemplo podríamos hablar de manipulación genética, cabría preguntarse dónde están los límites. Hay una serie de paralelismos entre épocas que hacen pensar que, efectivamente, la humanidad cambia muy poco y que seguimos teniendo los mismos dilemas morales y haciendo las mismas barbaridades o mayores, con mayor alcance. Fíjate el tema climático.

¿Nos falta el ingrediente de la ética en los procesos de decisión?

-Menos mal que todavía sigue existiendo ética en muchos casos, si no, nos habríamos extinguido como raza. La ética es lo que, finalmente, nos ayuda a poner límites a la ambición y a tantas cosas malas que tiene el ser humano, que también tiene cosas buenísimas, claro.

¿Ha aprendido a querer a Werner Heisenberg?

-El personaje que platea Frayn es bastante querible, es fácil tenerle simpatía porque le ves envuelto en un gran conflicto y con un gran sentido de la conciencia. Pero, más que quererle, he aprendido a comprenderle. Comprendo cuando dice que se pasó los últimos 30 años de su vida siendo un tipo repudiado por todos, por los alemanes porque le consideraban un nazi, por los de fuera por lo mismo, por los científicos porque muchos creían que no había sabido hacer los cálculos para la bomba... En ese sentido, es un hombre enormemente amargado y produce cierta compasión, sí.

Se embarcó en esta obra de texto después de hacer Billy Elliot. El Musical, ¿le gusta ir cambiando para estar en forma?

-Sí. Dejé el musical a finales de enero porque era imposible compaginarlo con esta función. Además, estoy grabando una serie de televisión para Telecinco. Me gusta mucho cambiar de un género a otro, soy bastante saltimbanqui en ese sentido porque creo que es una buena gimnasia como intérprete. Cambiar de estilo, de género, te ayuda a afinar más el instrumento. Y después de hacer un montaje maravilloso como Billy Elliot, que suponía actuar ante 1.200 personas cada día, me apetecía hacer algo más pequeño, un teatro de reflexión, de tesis, de palabra, que también es muy gratificante. Y si es con este director y con estos compañeros, es un sueño.