Oteiza: ópera en un acto de Juanjo Eslava.

Intérpretes: Nicholas Isherwood, barítono. Ensemble E7.2. Programación: Ciclo Cartografías de la Música, del Museo de la Universidad de Navarra. Lugar: auditorio del museo. Fecha: 9 de mayo de 2019. Público: casi lleno el patio de butacas (14 y 12 euros). Incidencias: ambiente de estreno. En la sala autoridades de la Universidad, del Museo Oteiza, de las salas expositivas del Ayuntamiento, etc. Y dos premios Príncipe de Viana: Ramón Andrés y Tomás Yerro.

El 22 de octubre de 2017 nos hicimos eco del compromiso adquirido por Eslava para componer una ópera sobre Oteiza. Entonces, en el museo de Alzuza, nos ofreció un aperitivo -(DN 24-10-17)-. Ha sido fiel a su compromiso. Aunque ha cambiado un pequeño detalle, el título “Oteizak”, en plural, me parecía más apropiado para mostrar las diversas personalidades del personaje. La música es fiel a aquel embrión que escuchamos: una tímbrica de efectos extremos, buscada y lograda por la amplificación de los instrumentos y su manejo electrónico, por la brusca irrupción de los arcos en la cuerda, por esos golpes de sonido resultante de la flauta -(como de bambú, a lo Takemitsu)- y trombón, o del acordeón, que va del susurro al fuerte; todo con indicaciones poco convencionales -arco paralelo, sonido indeterminado, etc.-. La verdad es que a los que seguimos al compositor en su ciclo After Cage, no nos sorprende. A mi juicio, la música se hace dura: no tanto por esos timbres que quieren sólo perfilar la sonoridad, más que apoderarse de ella -como si el silencio imperara, como si no se quisiera ocupar el vacío-, sino porque no se le ofrece al oyente ni el más mínimo agarradero de un atisbo de melodía; y, desde luego, se renuncia, completamente, a una de las personalidades de Oteiza, su escultura tonal, por ejemplo, el apostolado: ese apabullante grupo coral, que, desde luego, también debería tener su música, poderosamente sinfónica, creo yo. Otro aspecto que me despista un poco, es el libreto: se opta por un recitador en off, desligando esa narración, -con unos textos muy hermosos-, del canto. No sigue Eslava esa cierta tradición de los, Sánchez Verdú, Saariaho, etc, de dotar al texto de un poderoso recitativo arioso, que arme y dé más protagonismo al solista, a la vez de matiza las palabras fundamentales. Porque el canto, queda así, un tanto instrumental, -seguramente es lo que se ha pretendido-, de extrema dificultad para el intérprete, balbuciente, y, en algunos tramos, con un fondo de vocalización oriental que va y viene de la caverna grave, al falsete agudo: efecto francamente bello y llamativo, pero que hay que dominar. Dicho esto hay que descubrirse ante el extraordinario esfuerzo del barítono N. Isherwood.

Respecto a la escena, parecería que, si se ha optado por el Oteiza más abstracto y su obsesión por el vacío, lo lógico hubiera sido el despojamiento. Pero, también, puede que con el vacío pase como con los agujeros negros, que si no los rodeamos de algo, no los vemos. Aún así, creo que los elementos, en escena, fueron excesivos. En parte, porque el foso hubo de subir al escenario. Precisamente por eso, se imponía más austeridad. No le quito impacto al efecto del árbol, pero creo innecesaria la bajada de la piedra. De las proyecciones, acertada la del volcán - fragua, tampoco hay que abusar, y no hace falta explicitar el corte del metal. Comprendo el afán explicativo del maestro de escena, ante una obra onírica, compleja, críptica?, pero lo que no nos diga la música?

Punto y aparte merece la extraordinaria dirección musical de Nacho de Paz: cuando no ocurría nada en escena, daba gusto ver sus manos, la precisión con la que daba las entradas -la izquierda reservada al cantante-, el dominio absoluto de la obra -un estreno-, la sólida concertación de una música tan dispersa. El compromiso del ensemble, también, impecable. Las luces, y el vestuario feista -con un corsé un tanto hiriente, y complicado- contribuyeron a crear la atmósfera pretendida: espesa, incluso, en los recuerdos de niñez.