Maite Sota Virto (Cintruénigo, Navarra). Es licenciada en Medicina y Cirugía, y médica especialista en Pediatría (Zaragoza, 1997). Ejerce su profesión en Iruña desde 1997 en el ámbito de la Atención Primaria.

Ha escrito poemas y cuentos infantiles, de los que ha autoeditado un cuaderno de cuentos y una novela dirigida al público juvenil. Colabora con la revista Ezkaba.

Publica su primera novela en 2012, Necoleto Pambí. Historia de una vida insípida, a la que le siguen El ser encadenado (2013) y El informe Ulises (Pamiela, mayo, 2017; 2ª edición, septiembre, 2017).

Maite Sota desarrolla en esta nueva novela temas como la memoria, la guerra desatada en el 36, los vencedores y los vencidos, lo rural, la pérdida, el duelo o el nacimiento, con una mezcla de lo íntimo, lo histórico y lo dramático, a la manera del El informe Ulises, su anterior libro.

La soledad de la higuera tiene por protagonista a Teresa, quien trata de reponerse del accidente que le arrebató a su hijo pequeño y a su compañero. Las cartas de amor encontradas en una vieja carpeta familiar le llevan a los años de la guerra y a conocer la historia de su familia, pero también le ofrecen una oportunidad de agarrarse a algo, más allá de la mera supervivencia tras el infortunio.

El contenido de un extraño pendrive con la investigación periodística llevada a cabo por su recién desaparecido compañero, desata el miedo y la ira, y produce una reacción en cadena donde la amistad y el amor llevan a Teresa, junto con Amalia y Jacques, de Pamplona a Burdeos para desenmascarar la corrupción impune que sustenta la esclavitud de los burdeles.

Las incógnitas que surgen sobre el accidente y el pánico que se extiende como las ramificaciones de una pesadilla, desaparecerán del todo cuando la higuera, que tan importante es en la trama de la novela, no proyecte más sombra que la de sí misma.

Pamplona, agosto 2014

“Se hizo un ovillo abrazándose las piernas fuertemente y abrió los ojos. Las pupilas ocupaban casi la totalidad de ambas aberturas. Su mirada era tan negra y vacía como la que sumía aquel cuarto en un vacío impersonal. No parpadeaba. De no ser por la breve oscilación de esas pupilas inmensas se diría que había muerto. En realidad, en muchas ocasiones la había deseado; la muerte real, la definitiva.”

Cintruénigo, agosto 2014

“[?] y empezó a leer la primera de las misivas que, con paciencia, había liberado de un paquetito de varias cartas unidas con una cinta roja.

Dentro de la carpeta había más sobres de todos los tamaños y procedencias, pero aquel atado le llamó poderosamente la atención. El pulcro lacito rojo, a caballo entre lo cursi y lo sentimental, le inspiró curiosidad. Bucear desde el día anterior en el pasado le estaba concediendo la cuota de intriga imprescindible para mantenerse alejada de sí misma. De la destrucción.

“[?]

Muy Apreciable y Distinguida Srta. Teresita:

Mi mayor deseo es que al llegar esta carta a sus manos tan lindas la encuentre gozando de la más completa salud [?]”.

Pamplona, diciembre 2014

“Dejó la carpeta apartada, la consideraba demasiado íntima incluso para su amiga. Estuvieron revolviendo entre el resto de cartas desparejadas un buen rato, leyendo al azar misivas familiares y retornándolas a sus respectivos sobres hasta que Amalia reparó en una.

-¿Te suena de algo María Díaz Aibar?

-No. No me suena de nada. ¿Por qué?

-Es una carta un poco confusa fechada en junio del 37. Parece que responde a una anterior de tu abuelo.

-¿Qué es lo que te llama la atención? -inquirió curiosa.

-? Léela. El remite es de Berbinzana”.

Ochagavía, junio 1938

“-En total éramos doce. Unos, simpatizantes de la UGT y de Izquierda republicana, otros concejales, y también estaba el guarda. Nos tenían retenidos en el Ayuntamiento. Luego, cuando llegó el camión de la saca, nos fueron subiendo a culatazos.

Iba desgranando su drama a golpes, como si le resultara penoso rememorarlo, mientras Marcelino escuchaba en silencio, la mirada fija en la alambrada levantada unos metros más allá.

-La plaza de la iglesia estaba vacía. Nadie se atrevía a pasar por delante no iría también de cabeza al camión -continuó-. Y no creas que exagero, que esos días por nada te acusaban y te cogían preso.

El cirbonero oía al otro y veía a su hermano cuando lo llevaron esposado a la cárcel de Cintruénigo poco después de volver del monte. Una vez encerrado junto a los demás en la caja del camión, Pedro de Esteban sacó la cabeza por encima de las tablas justo cuando pasaba el Chato de Berbinzana, el sicario falangista encargado de aterrorizar a la Zona Media de Navarra. Como el matón tenía los ojos puestos en Ángela, su prima, le hizo descender del vehículo respondiendo de él ante el responsable de los prisioneros. ¿Ganarse el agradecimiento del pariente lograría el favor de la moza?

-Así de claro te lo digo, le debo la vida al cabrón ese -le confesaba chupando el cigarro con ahínco-. Y por si acaso luego no me merecía guardar la vida, forzoso al frente. A matar para que no me maten”.

Pamplona, febrero 2015

“[?] encontró un sumario con nombres de colaboradores y testigos, teléfonos, direcciones postales, algunas páginas web y referencias de oficinas oficiales y fundaciones privadas. Ahí se hallaban la mayor parte de las fuentes en las que se fundamentaba el terrible dosier. Hizo una pausa, se pasó las manos por la cara notando la piel tirante, humedeció los labios mordiéndolos compulsivamente y volvió al teclado. Las venas del dorso de sus manos se veían abultadas. Permaneció absorta en ellas hasta que las manos de Lluís aparecieron sobre las teclas, unas manos grandes, nervudas. "Manos de labrador", dijo orgulloso mientras le masajeaba la nuca. Recordaba nítidamente la escena, como si hubiera ocurrido esa misma mañana. Lluís tenía una forma de tocarla deliciosa, manos expertas que sabían excitarla. Ella se rió. "Me gusta oír tu risa?", la voz de Lluís resonaba en sus oídos.”

Tremp, octubre 1938

"Durante la segunda quincena de octubre, un temporal de lluvias paralizó momentáneamente las acometidas de ambos ejércitos, un respiro para los hombres que se desangraban entre el barro y las penurias. Llevaba dos días descargando de manera ininterrumpida. La densa cortina de agua desplegada ante la ventana y la puerta del barracón no tenía aspecto de modificarse, y el constante repiqueteo de la lluvia sobre los tejados de hojalata hacía más insoportable la tediosa espera. La Compañía no se había movido un ápice del destino que les dieron meses atrás. Poco había que hacer en esa región montañosa y ciertamente inhóspita del prepirineo leridano salvo rumiar una y otra vez los pensamientos, casi siempre sombríos, acerca de la guerra y lo que con ella tuviera que ver, es decir, casi todo, y el mal tiempo no hacía sino aumentar esa sensación de zozobra. Lo único que permitía al sargento Virto evadirse de la rutina era la promesa que le hizo el vizcaíno de conseguir las señas de la amiga de su hermana, una imagen que no podía quitarse de la cabeza."

Pamplona, febrero 2015

"El silencio quieto de la sala les envolvía con calidez. Jacques notó que la tensión de la nuca iba desapareciendo conforme rememoraba aquella tarde de noviembre de 2011. Colaboraría con él en lo que le pidiese, por supuesto que lo haría, además era una cuestión de justicia. Pero el vértigo que experimentó al conocer algunos datos que obraban en poder de Lluís fue incomparable al que sintió cinco meses después; el asesinato del pequeño de tres años hijo de Annita Ungur fue tan inesperado como devastador, y en concreto para Lluís que se culpaba de lo ocurrido."

Pamplona, mayo 2015

“Bocetó con palabras la sinrazón, el odio y la estupidez y, cuando comprendió la incomprensión, escribió sobre la esperanza; la calidez que surge de los rescoldos enterrados bajo kilos de escepticismo de postguerra. La transformación en Teresa se había iniciado mucho antes de sentirse inclinada por el pasado, pero llevaba el presente maldito atado al cuello como una rueda de molino y hubiera sido insuficiente; tal vez los sentimientos sobre papel la librarían del peso de los recuerdos. Quería vivir, lo notaba en su corazón, en su espíritu, en su cuerpo".

Pamplona, diciembre 2014

"Ahora, cuatro meses después, las mejoras en la casa de sus abuelos ya estaban en marcha pero ella todavía no había vuelto a Cintruénigo. En agosto, no solo huyó del pasado de su familia porque leer aquella carta le arrastró al suyo propio, también huyó de un lugar, de una vieja casa en ruinas cuyo patio se veía totalmente invadido por la frondosidad de una enorme higuera. Aquel atardecer estival, conmovida por la sencilla petición de un soldado a la joven que le sonreía desde la etérea belleza de una fotografía, salió de casa de sus padres para despejarse. Los protagonistas de esa historia eran sus abuelos, tan lejanos como los actores de una película antigua y, al mismo tiempo, abrumadoramente próximos. Confiaba que un paseo apaciguase la inquietud que venía acumulando desde hacía unas horas. Sin premeditación, sus pasos la condujeron hasta la umbría calle Primicia, detrás de la iglesia. La puerta del número siete estaba cerrada y la casa deshabitada desde hacía muchos años. Las tablas desgastadas no hubieran aguantado el envite de una simple patada, sin embargo, la sencillez carente de aldabas reclamaba su digna función. La entrada al corral contiguo quedaba diáfana para quien quisiera asomarse. Parada ante la oquedad inspiró con profundidad y accedió al patio atraída por el olor que también le producía rechazo. Estaba oscuro. El alzado de la casa proyectaba su sombra sobre el angosto espacio y la silueta del árbol. No vio los frutos en el suelo hasta que pisó varios y el olor desprendido, pasados de maduros, le resultó nauseabundo. Se sintió mareada. La imagen de los restos del coche incrustado en el tronco grueso de una higuera le llegó como una deflagración que la golpeó en el pecho. La fetidez empalagosa de los higos podridos, el olor a sangre, a gasolina, a goma quemada y a humo la colmaron. Estaba aturdida pero la percepción era nítida. Pasaron unos segundos antes de que la rabia la rescatara de aquel escenario fantástico. Intentó limpiar las suelas de sus zapatillas a patadas contra el tronco del árbol agarrándose a las ramas, pues el ímpetu con el que descargaba su incomprensión la hubiera tirado hacia atrás.

-¡Mierda, mierda, mierda?! -gritó rabiosa haciéndose daño.

Salió a trompicones de aquel corral".

Cintruénigo, septiembre 1937

“-Tengo miedo, Tiago. Nos llaman a matar a gentes como nosotros, que hablan el mismo idioma y que defienden el orden de hace cuatro días. A los que prometieron cambios en la tierra, a los que votamos en sufragio?

-Es una locura, lo sé?

-No quiero luchar. No quiero andar pegando tiros -confesó amargo.

-A lo mejor ni tienes que ir al frente. Hay muchos quehaceres sin armas -le animó-. No porfíes de lo que no tienes en tu mano.

-En el decreto viene una nota de Franco de que los viejos no entraremos en la primera línea, aunque eso no me atempla. Puestos a participar en la guerra podría luchar con los que no tienen tierras, los que pedían justicia, los que defienden la República?

-Si algo nos arrima en esta pelea es que los muertos, en su mayoría, son pobres. Los rojos y los otros -rió entre dientes la ironía-. Pero aquí los que cayeron de principios eran solo de un lado. Unos, sin salir del pueblo al cacho, y los que se fueron por la República, también. ¿Recuerdas los de Pitillas? El Pedro

muerto y el Luis como si estaría. ¿O no lo metieron al Fuerte de Pamplona?

-Eso escribió la mujer -asintió cabeceando-. No tenía que haber mandado la carta sin estar seguro.

-Si no es viuda pronto lo estará, que pocos salen vivos -auguró sin quiebro en la voz”.

Pamplona, mayo 2015

“Se bajó en su parada y recibió la brisa reconfortante del exterior. Todavía no había anochecido del todo. Dio un amplio rodeo para llegar a la plaza de Santa María la Real y remontó la ronda Barbazana hacia su casa dispuesta a escribir. La historia que surgió dos meses antes iba adquiriendo entidad a medida que tomaba conciencia, y los personajes mudaron de simples esbozos hasta figuras de mirada y voz propia. Los adjetivos se transformaban en sensaciones y los paisajes se dibujaban con agua y tierra. Abrió las carpetas llenas de pasado y siguió leyendo donde lo había dejado. Escribió y leyó, y como no tenía tiempo para cenar, volvió a escribir hasta que vació la nostalgia de un día más. Apagó el ordenador y se metió en la cama. Tumbada de lado estiró las piernas hasta tocar con los pies los bordes del colchón, las abrió y cerró tijereteando bajo la sábana, el aire se coló y formó bolsas de caricias que le hicieron cosquillas. Lluís le acariciaba la piel al abandonar su lado de la cama”.