Parafraseando la penúltima estrofa del poema de Paul Heyse, que Brahms eligió para su Waldnesnacht, obra a capella que cantó el Orfeón, reiteramos, una vez más, lo bien que se está metido en ese círculo que se forma entre el escenario y el público, en las dos horas que dura un concierto en directo. Es el último concierto de ciclo, que, como suele suceder en casi todos, nos lleva de la más sosegada calma -este Brahms solo vocal-, a la más agitada excitación -el Brahms que prepara su Réquiem, y por supuesto, el Beethoven de la Quinta Sinfonía-.

Después de la pompa y circunstancia de la Obertura Académica, que abría la velada -un tanto vencida hacia el brillo del metal-, el Orfeón Pamplonés aborda, bien preparado, la balsámica canción -con musgos mullidos, y entorno oxigenado- con la que Brahms pone música al sosiego de los bosques. Bien empastada por el coro -un empaste romántico y denso, pero con la claridad de dejar ver el bosque-, afinada, y obediente al compás del titular, Hernández Silva, que -si se me apura-, me pareció que la midió demasiado; con poco rubato; lo cual huye, por otra parte, del peligro del remilgado lirismo. La más contrastada Schicksalslied -ya con la orquesta- preconiza el tema del destino, con el que luego nos abrumará Beethoven. Rotunda de matiz y color, la entrada de altos; precioso matiz piano, en la orquesta; alturas luminosas en sopranos; y contundentes matices en fuerte, al final.

Ante la Quinta Sinfonía de Beethoven uno se sigue admirando de su incombustible actualidad: mil veces escuchada, mil veces reverenciada por su fuerza, su calado anímico en el público, por todo. Aunque, lo que son las cosas, al Padre Donostia, le aburrió, tras escucharla el 26-2-1924, dirigida por Koutsebitzky. La versión de Hernández-Silva, fue, un poco, la prevista; la que más se lleva ahora: con tempi muy ligeros, electrizantes. A mi juicio -y, quizás por cierta carga de tradición en la escucha- siguen pecando estas versiones, de ser excesivamente rápidas. Sobre todo en algunos tramos. El pasaje fugado por ejemplo. Ciertamente, la obra gana en brillo -aunque de por sí es muy brillante- y deja al espectador sin respiro. Así ese espíritu beethoveniano de arrebato, se mantiene a flor de piel en todo el trayecto. El público, efectivamente queda electrizado; el tempo echa chispas y solo se retiene en algunos momentos -el maravilloso oboe, casi suplicante-, pero solo para coger aliento. Es verdad que ya no volverán aquellas versiones en las que entre golpe y golpe del comienzo, mediaba un eco angustioso, tampoco hace falta; pero ese sin vivir -que es más una sensación, que el concepto de allegro en sí, siempre subjetivo-, me sigue desasosegando un tanto. La respuesta de la orquesta a la versión propuesta es vibrante, con un plus de intensidad en el primer movimiento; de entrañable dulzura en el segundo -violonchelos-, matices en piano contrastados con el fuerte, en el tercero, y arrollador el cuarto. El público rubricó con bravos la versión. Feliz verano.