partir del siglo XVI, una elite de humanistas, intelectuales y juristas alimentados en el pesebre del poder fueron construyendo la idea del absolutismo real que, como no podía ser menos, chocaba con aquella concepción de la monarquía como sujeto de pacto tan arraigada en la conciencia colectiva de los distintos pueblos peninsulares. La Casa de Borbón, que accedió a la corona francesa en 1589 y a la española en 1714, se creyó el invento del Rey-Estado y acometió una paulatina pero implacable reforma centralizadora con la unificación de impuestos, la prestación del servicio de armas e incluso la unificación del régimen político administrativo. En el sur de los Pirineos, la Guerra de Sucesión (1701-1714) la acabaron los Borbones aboliendo los fueros de la Corona de Aragón, la de Valencia y el Principado de Catalunya. Únicamente el Reino de Nafarroa, el Señorío de Bizkaia y las comunidades de Araba y Gipuzkoa se salvaron de la draconiana unificación de Felipe V, y ello añadiendo a sus libertades la coletilla “sin perjuicio de la corona real, ni de tercero, ni que sirviese darlas más fuerza y autoridad que la que habían tenido y tenían en el estado presente”.

Comienza entonces una especie de batalla semántica. A medida que avanza el siglo XVII, el estatus jurídico de los regímenes forales es calificado como de “privilegio”, noción deliberadamente confusa que pretendía un alejamiento cada vez mayor de la constitución privativa de cada una de las entidades políticas que componen Euskal Herria. Es ya el mismo Fuero el que queda sometido a discusión.

Poco a poco, los Borbones iban entrando a saco en las libertades vascas, y no sin resistencia; baste recordar la Matxinada de 1718 y su posterior y feroz represión. Tales y tan continuos eran los contrafueros de la Corona, y de tal manera exacerbaron los ánimos, que merece la pena escuchar el eco de aquella proclamación que hizo el diputado general de Gipuzkoa, Joaquín Egia y Agirre, en 1758: “El derecho a matar a quienes despreciaran el uso foral, vigente desde 1463, es aplicable a los ministros reales que lo intentaran y no solo a los bandidos y facinerosos”. En la misma línea, la Diputación de Nafarroa señaló en 1777 que “ningún derecho de un Estado puede tener fuerza en otro, ya que Navarra no dependió de Castilla, y antes de que pudiera formarse el derecho castellano ya hubo leyes y reyes en Navarra”.

El siglo XVIII fue un paseo militar de los Borbones por la senda del contrafuero. Las aduanas se trasladaron a la costa, se reguló el comercio, se instauraron nuevas jurisdicciones, se controlaron las haciendas municipales, se apropiaron competencias privativas de las entidades forales, se realizaron nombramientos ilegales y el atrevimiento llegó incluso a la pretensión de regular las elecciones para las Juntas de Gernika y la derogación del pase foral. La venta de comunales agotó la economía de los herrialdes vascos, obligados a comprar sus propias tierras para subsistir. El país se llenó de funcionarios y los impuestos acogotaban al pueblo; todo era necesario para alimentar tan voraz máquina administrativa.

En Iparralde, el funcionario público será también el instrumento para poner en práctica las órdenes de la Corona, en este caso el Intendente, que administraría cada territorio caprichosamente delimitado. Así, en 1716 quedará engullido el norte de Euskal Herria en la Generalidad de Auch, mientras el funcionariado iba minando las atribuciones históricas de los batzarres.

Las instituciones vascas, mientras tanto, iban siguiendo un proceso de aristocratización; los concejos abiertos dan paso a concejos cerrados y adquiriendo una carácter más oligárquico a la vez que perdían base popular y, al mismo tiempo, perdían independencia respecto a la corona.